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La cooperación social requiere confianza entre los miembros de una comunidad. Si no hay confianza y auxilio recíprocos, no hay instituciones sociales. - Bernard Williams.

A nadie parece extrañar que nuestra sociedad, y en particular nuestros ordenamientos legales, se encuentren saturados de formalismos inútiles o excesivos. Los trámites más simples suelen convertirse en pruebas extremas de la paciencia. Este estado de cosas no sería aceptado con tanta naturalidad si no fuera porque entre nosotros ha adquirido carta de naturalización la cultura de la sospecha y nos hemos resignado a tolerar sus más funestos instrumentos inherentes, de los cuales el formalismo no es el menor. La imposición indiscriminada de requisitos para alcanzar un objetivo que de otra manera sería muy simple lograr, es la forma en la que se manifiesta con más frecuencia este síndrome. Cuando las formalidades dejan de ser medios para buscar orden, y se subvierten hasta convertirse en medios para impedir el incumplimiento de la ley, se vuelven inútiles y perjudiciales para la sociedad.
 

Notario Alberto García Ruvalcaba
Notario público 97 de Guadalajara

Afirmar que el formalismo puede convertirse en una herramienta de la desconfianza, es otra manera de decir que se encuentra siempre al servicio de y justificado por la seguridad jurídica, ese escurridizo valor social que nos ha hecho invertir la lógica del sentido común, y nos ha hecho justificar leyes cada vez menos sensatas y más complejas en busca de la irrealizable inviolabilidad de la ley. Con esto no quiero decir que la seguridad jurídica no sea un valor deseable y perseguible, sino que suele ser la coartada usual para los abusos de la forma. Para muchas personas, en aras de la seguridad jurídica parecen estar justificados todos los excesos regulatorios imaginables.

En general, lo paradójico de este proceder no se detiene solamente en el hecho de que legisla para las personas que no están interesadas en cumplir la ley, sino que además y sobre todo, en que termina siempre siendo inútil. El formalismo, definido como el hábito de sobrerregular los procedimientos o trámites, es ocasionado por un exceso de celo del legislador que busca a toda costa construir la Ley Inviolable. Es decir, que su concepción no está encaminada solo a proporcionar una regulación a un área de la realidad, sino que además busca que esa regulación no pueda ser burlada. Entonces, el legislador orienta gran parte de su esfuerzo intelectual en anticipar las maneras en las que puede ser eludido el cumplimiento de la norma que promulga, y antepone un antídoto, un “candado”, mediante la introducción de una forma o procedimiento. De manera que la forma deja de ser forma-cauce para convertirse en forma-obstáculo. O más explícito, deja de ser forma-cauce-para-el-cumplimiento, y se convierte en forma-obstáculo-contra-el-incumplimiento. Esta perversión de la forma, esta inversión de la lógica interna de la actividad legislativa, se afianza en varios equívocos que me propongo analizar a continuación.

El primer equívoco consiste en suponer que los destinatarios de una norma se resistirán sistemáticamente a acatar el orden impuesto por una norma, y que buscarán invariablemente eludir su cumplimiento. Este error de apreciación tiene triple naturaleza: social, económica y jurídica. Es un error político o social porque estadísticamente es posible probar que la inmensa mayoría de los miembros de una sociedad actúa de buena fe y cumple la ley (de otra forma no podríamos pensar siquiera en la existencia de una sociedad). Error económico porque una norma que legisla para las personas que no sólo no están interesadas en cumplir la ley, sino que están interesadas en incumplirlas, pierde de vista que este tipo de personas no encontrará ninguno de los obstáculos imaginados por el legislador, lo suficientemente eficaces para detener su conducta, de manera que al final todos las formas-obstáculos serán inútiles, y por lo tanto solo habrán hecho más costoso para la sociedad (para el órgano estatal encargado de administrar su cumplimiento y para los destinatarios probos), el cumplimiento de la norma. Y por último, se trata de un error jurídico, porque para disuadir el incumplimiento de la norma, el medio jurídico idóneo no es la construcción de una norma burocrática difícil de incumplir (y por lo tanto de cumplir), sino hacer una ley simple garantizando sanciones para el incumplidor. Además, resulta evidentemente absurdo tratar de someter a la norma a una persona interesada en incumplirla ¡a través de la misma norma!

Es conveniente hacer notar que desde el punto de vista jurídico no es posible crear una ley inviolable, de manera que son vanos y costosos los esfuerzos encaminados a ese fin. El Estado no debe, porque no puede, garantizar la inviolabilidad de la ley. Debe, en cambio, garantizar en la medida de lo posible, una sanción para quien la incumpla, de manera que quien se atreva a hacerlo sepa que es muy probable que sea identificado y que sufrirá las consecuencias punitivas de su proceder. Esta precisión de la función del Estado en la rectoría del sistema jurídico abre el camino para revelar la verdadera naturaleza de ese valor que conocemos como Seguridad Jurídica, que no puede aspirar a la inviolabilidad de la norma sino a costa de hacer una norma incumplible. En otras palabras, parecería que cuanto más se acerca a su objetivo la Seguridad Jurídica más inútil se torna ese objetivo, pues la única forma de garantizar que una norma no sea incumplida es conjurando al mismo tiempo la posibilidad de su cumplimiento. La naturaleza de la Seguridad Jurídica es, pues, relativa, sin mayúsculas, con lo cual quiero decir que su aplicación debe ser diferenciada y nutrida de sentido común en cada caso, de manera que buscando su realización no logre la parálisis vital de la norma. De ahí que la seguridad jurídica no debiera ocupar, como actualmente parece ocupar, el lugar prioritario entre nuestros valores jurídicos, ni debiera legitimar a priori el menosprecio a valores más sensatos como el de la facilidad de cumplimiento de la norma.

Desde luego que el problema de la previsión del incumplimiento de la norma no es un hecho reprobable en lo absoluto. Sólo que su solución no está en tratar de antemano de inhibir esa conducta mediante la introducción de mecanismos generalizados, sino en anticipar las hipótesis de infracción de la ley y prever sanciones para ellas, así como mecanismos para hacerlas efectivas. En otras palabras, el remedio está en ofrecer confianza a todos, pero imponer sanciones a quien traicione esa confianza. En vez de ofrecer desconfianza a todos, e impunidad al trasgresor. De manera que si no la probidad, sea el temor a la inminencia de la sanción lo que disuada a los potenciales transgresores, al mismo tiempo que se evitan los cuellos de botella que asfixian el tráfico jurídico y económico con formalidades excesivas e inconducentes.

Hay quien pueda poner reparos en aceptar que una ley burocrática permite por el sólo hecho de serlo, impunidad a su transgresor. El hecho es que aunque estén previstas sanciones para quienes las vulneren, lo cual ocurre, por cierto, en pocas ocasiones, es tal el grado de absorción de los recursos humanos y económicos del órgano administrativo destinado a hacer cumplir una ley que opera bajo el principio del formalismo y la desconfianza, que son pocos los saldos de tiempo, esfuerzo y voluntad que le quedan para dirigirlos en contra de quien transgrede la norma. Es tan arduo vigilar la operación ordinaria de una ley burocrática, que resta poca voluntad y tiempo para perseguir a sus transgresores. Esto contribuye y hasta prohija la impunidad. Paradójicamente las leyes burocráticas contribuyen a fomentar aquello que están llamadas a combatir: el incumplimiento de la ley. Lejos de combatir a los transgresores parecen contribuir a acrecentar su número, sabedores éstos últimos que las mismas formalidades pensadas en su contra llegan a crearles un escudo de protección (¡es tan fácil crear una superficie legal para ocultar hechos irregulares!). O peor aún, piénsese en la gran cantidad de personas que se ven orilladas, por desconocimiento, hartazgo o desesperación, a incumplir una norma formalista.

Una ley simple basada en la confianza, por el contrario, requiere de poca administración, pues el ejercicio habitual de la ley estará regido por el principio de la autorregulación y la buena fe: dejar al destinatario de la norma la mayor parte de las cargas administrativas de su cumplimiento, y por ende permitiría destinar una mayor cantidad de esfuerzos del órgano del Estado para perseguir a sus transgresores, combatiendo la impunidad. En breve, una ley inviolable o cerrada (o “a prueba de incumplimiento”) fomenta la impunidad a quien logra transgredirla. Una ley vulnerable o abierta garantiza su fácil cumplimiento y permite abatir la impunidad garantizando sanciones a los transgresores.

En el fondo, lo que tenemos aquí es un dilema legislativo surgido alrededor de un problema común: ¿cómo se debe enfrentar el incumplimiento de la norma? Un método legislativo, que podemos llamar aduanal, consiste en crear leyes burocráticas cuyas formalidades y “candados” sirvan de guardianes de su propio cumplimiento. Leyes que, aparentemente, son muy difíciles de burlar, pero que al mismo tiempo son muy difíciles de cumplir. El otro método legislativo, que podemos llamar autoregulativo, consiste en crear leyes simples, cuyo cumplimiento se deja en responsabilidad del propio destinatario, y que permite al Estado concentrar sus esfuerzos en descubrir y perseguir a sus infractores, abatiendo la impunidad.

Desde luego, no afirmo que excepcionalmente no deba recurrirse a la táctica que he llamado aduanal. En circunstancias particulares son necesarias las leyes que garantizan ellas mismas su propia inviolabilidad, y que por lo tanto justifican el exceso de medidas de control. Esta necesidad está directamente determinada por el grado de reversibilidad que tenga su incumplimiento. Un ejemplo lo constituyen las penitenciarías, en las que no parece muy sensato confiar a los reos su permanencia voluntaria para cumplir su pena, dada la dificultad de recapturarlos, y considerando que no hay otra sanción mayor que pudiera disuadirlos a incumplir la ley que la que ya tienen impuesta. Sin embargo, bien vistas las cosas, son pocos los incumplimientos de la norma que no sean más o menos reversibles, de manera que deberían ser también pocos los casos de aplicación de la táctica aduanal.

Me doy cuenta de que en México el virus de la táctica aduanal es endémico. Prácticamente todos nuestros procedimientos legales, desde los datos que debe contener una factura, hasta los esquivos meandros de un trámite administrativo ante cualquier dependencia gubernamental, están pensados bajo la lógica perversa de la mala fe del usuario. Entre aplicadores y destinatarios de la norma parece haberse creado a través del tiempo una mutua animadversión y recelo. Ninguno parece confiar en el otro. Nuestro Estado está erigido sobre esta injustificada e inexplicable sospecha. El resultado es un Estado casi paralizado y burocrático, de abogados minuciosos en la forma pero laxos en la sustancia vital del Derecho. De los principios rectores de orden y justicia, de la ética y del Imperio de la Ley, hemos volteado cada vez con mayor obsesión a las pedestres irrelevancias procedimentales y formalistas, haciendo de nuestro sistema administrativo y legal un cada vez más complejo, extenso e inútil laberinto.

Mi intención es dejar aquí expresada mi preocupación por el creciente grado de formalismo de nuestro derecho, y mi opinión en el sentido de que no es ese el camino más conveniente por el que debamos seguir avanzando. No lo es no porque no sea legítima la aspiración de seguridad jurídica que las anima, sino porque estimo que la vía para llegar a ella no debe pasar necesariamente por la aduana de la desconfianza y el formalismo con ella relacionado. Es mi opinión que debemos enderezar el camino, y revertir esta lógica de la suspicacia que nos asfixia, y hacer las cosas más fáciles. Facilitar el cumplimiento de la ley, en vez de obstaculizarlo por el temor desmedido a su incumplimiento excepcional. Apostar, pues, por la buena fe y poner nuestros mejores esfuerzos en castigar con eficacia y prontitud a quienes traicionan ese postulado de confianza.

En otras palabras, apostar por leyes que reconozcan en su destinatario a un adulto responsable capaz de autoregularse. Menos administración, menos intervención burocrática, menos formalidades y menos requisitos. Después de todo, es más lo que pierde una sociedad con la ralentización de sus procedimientos administrativos, así con ello se garantizara un menor índice de incumplimiento de la ley (lo cual por otro lado es falso), que por todos los casos que por motivo de la apertura y la confianza pudieran llegar a burlar al aparato de administración de la ley. Quizás sea el tiempo de empezar a pensar en la seguridad jurídica en otros términos, dejar de remitirnos a ella cada vez que queramos justificar formalismos excesivos e innecesarios, y fundar nuestro pensamiento con más frecuencia en la simplicidad, en la confianza y en la lucha contra la impunidad.

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