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El Instituto Federal Electoral, creado en 1990 en calidad de autoridad máxima de los procesos electorales federales (valga la redundancia), ha llevado a cabo un análisis de éstos. Como consecuencia de tal labor, se ha percibido en la fase de capacitación electoral el incremento declinatorio por parte de estas ?guras: exponiendo causas en su mayoría injusti?cadas, las personas desatienden u omiten el mandato constitucional de prestar sus servicios ciudadanos en materia electoral, como lo establecen los artículos: 5, párrafo 4; 36, fracción V y 41, Fracción III, párrafo 2 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en relación con los numerales 5, párrafo 2; 119, párrafo 1, así como 119, 120, 122, 123, 124, 125 y 129, párrafos 1 y 2 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales. Ello provoca un desajuste en la conformación de estos órganos receptores del sufragio ciudadano y un alto índice de confusión entre quienes los relevan, dado el escaso o nulo tiempo con que se cuenta para su preparación.
 

Maestro José Dolores Ibarra Delgadillo

I. CONCEPTO DE PARTICIPACIÓN.

Pocos términos se usan con más frecuencia en el lenguaje político diario que el de participación y quizá ninguno goza de mejor fama. Aludimos constantemente a la participación de la sociedad desde posiciones las más diversas y para propósitos muy diferentes; pero siempre como una buena forma de incluir nuevas opiniones y perspectivas. Se invoca la participación ciudadana, la de las agrupaciones sociales, de la sociedad en su conjunto, para dirimir problemas especí?cos, encontrar soluciones comunes o propiciar la con?uencia de voluntades dispersas en una sola acción compartida. Es una invocación democrática tan cargada de valores que resulta prácticamente imposible imaginar un mal uso de esa palabra. La participación suele ligarse, por el contrario, con propósitos transparentes (públicos en el sentido más amplio del término), casi siempre favorables para quienes están dispuestos a ofrecer algo de sí mismos en busca de propósitos colectivos. La participación es, en ese sentido, un vocablo grato.

No obstante, también es un término demasiado amplio para tratar de abarcar todas sus connotaciones posibles en una sola de?nición. Participar, en principio, signi?ca “tomar parte”: convertirse uno mismo en parte de una organización de dos personas o más; pero signi?ca así mismo “compartir” algo con alguien o, por lo menos, hacer saber a otros alguna noticia; de modo que la participación es siempre un acto social. Nadie puede participar de manera exclusiva, privada, para sí mismo. La participación no existe entre los anacoretas, pues sólo se puede participar con alguien más; sólo se puede ser parte donde hay una organización que comprende por lo menos a dos personas. De ahí que los diccionarios indiquen como sus sinónimos a coadyuvar, compartir, comulgar. Al mismo tiempo, en las sociedades modernas es imposible dejar de participar: la ausencia total de participación es, inexorablemente, una forma de compartir las decisiones comunes. Quien cree no participar en absoluto, en realidad está dando un voto de con?anza a quienes toman las decisiones o un cheque en blanco para que otros actúen en su nombre.

Por otro lado, ser partícipe de todos los acontecimientos que nos rodean es imposible, no sólo porque aun la participación más sencilla suele exigir ciertas reglas de comportamiento, sino porque, en el mundo de nuestros días, el entorno que conocemos y con el cual establecemos algún tipo de relación tiende a ser cada vez más extenso. No hay tiempo ni recursos su?cientes para participar activamente en cuantos asuntos nos interesan. La idea del “ciudadano total” que toma parte en cuantos asuntos atañen a su existencia no es más que una utopía. En realidad, tan imposible es dejar de participar, ya que aun renunciando se participa, como tratar de hacerlo por completo; de modo que la verdadera participación, la que se produce como un acto de voluntad individual a favor de una acción colectiva, descansa en un proceso previo de selección de oportunidades. A la vez, esa decisión de participar con alguien más en busca de algo, supone una decisión paralela de abandonar la participación en algún otro espacio de la interminable acción colectiva que envuelve al mundo moderno.

De ahí que el concepto participación esté inevitablemente ligado a una circunstancia especí?ca y a un conjunto de voluntades humanas; ambos, ingredientes indispensables para que esa palabra adquiera un sentido concreto, más allá de los valores subjetivos que suelen acompañarla. En efecto, el medio político, social y económico, así como los rasgos singulares de los seres humanos que deciden formar parte de una orga- nización, constituyen los motores de la participación: el ambiente y el individuo, que forman los anclajes de la vida social. Por ello la enorme complejidad del término, el cual atraviesa tanto por los innumerables motivos que pueden estimular o inhibir la participación ciudadana en circunstancias distintas, como por las razones estrictamente personales –psicológicas o físicas– que conducen a un individuo a tomar la decisión de participar. ¿Cuántas combinaciones se pueden hacer entre esos dos ingredientes? Imposible saberlo; ni siquiera conocemos con precisión la frontera entre los estímulos sociales y las razones estrictamente genéticas que determinan la verdadera conducta humana; no obstante, la participación es siempre, a un tiempo, acto social, colectivo, y producto de una decisión personal; por tanto, no podría entenderse sin considerar dos elementos complementarios: la in?uencia de la sociedad sobre el individuo y principalmente la voluntad personal de in?uir en la sociedad.

Hay un difícil equilibrio, pues, entre las razones que animan a la gente a participar y sus posibilidades reales de hacerlo; así mismo, entre el ambiente que les rodea y su voluntad de intervenir de manera activa en ciertos asuntos públicos. Si como dice Fernando Savater, “la política no es más que el conjunto de razones que tienen los individuos para obedecer o para sublevarse”, entonces la participación ciudadana se encuentra a medio camino de tales razones y nunca se da en forma pura: así como el “ciudadano total” es una utopía, también resulta prácticamente imposible la idéntica participación de todos los individuos que forman las sociedades de nuestros días. Aunque el entorno político sea el más estimulante y haya un propósito compartido por la gran mayoría de la sociedad en un momento preciso, habrá siempre quienes hallen razones más poderosas para abstenerse que para participar. Ya en medio de la participación en marcha, algunos aportarán más esfuerzo, tiempo o recursos que los demás; así, pese a las buenas credenciales del término, la participación tampoco es “inmune” a defectos humanos como el egoísmo, el cinismo, la enajenación de los individuos. He aquí el planteamiento del primer dilema: no todos quieren participar aunque puedan y no todos pueden hacerlo aunque quieran.

La participación no puede darse en condiciones de perfecta igualdad: igual esfuerzo de todos, para obtener bene?cios –o afrontar castigos– idénticos. Así como es imposible que cada individuo participe en todo al mismo tiempo, lo es que exactamente el mismo papel sea desempeñado por todos los individuos. En cualquier organización, incluso entre las más espontáneas y efímeras, la distribución de papeles es tan inevitable como la tendencia al con?icto. Siempre hay, por lo menos, un liderazgo y algunos que aportan más que otros. De la congruencia de estímulos externos (surgidos del ambiente en el que tiene lugar la organización colectiva) y de motivos individuales para participar, surge de manera natural la confrontación de opiniones, necesidades, intereses o expectativas individuales con las que presenta un conjunto de seres humanos reunidos. Cuando se participa, no siempre se obtiene todo lo que cada individuo desea; dicho de otro modo, los propósitos de la organización colectiva sólo en forma excepcional coinciden plenamente con los objetivos particulares de quienes la conforman: entre las razones que animan a cada persona a participar y las que produce una organización de seres humanos, hay tendido de pequeñas renuncias individuales. Surge en este punto el segundo dilema del término: la participación no puede darse sin una distribución desigual de aportaciones individuales ni producir, invariablemente, los mismos resultados para quienes deciden “formar parte” de un propósito compartido.

¿Cómo funciona la participación en las sociedades modernas? Para responder a esta pregunta es preciso volver al principio: funciona de acuerdo con el entorno político y la voluntad individual de quienes deciden participar. No hay recetas. En cada país y circunstancia la participación adopta formas distintas, cada una de las cuales genera, a su vez, resultados singulares. Llevada al extremo, esta respuesta tendría que considerar los motivos individuales de cada persona que, en un momento dado, toma la decisión de transponer la barrera de la vida privada a ?n de participar en asuntos públicos; pero también tendría que considerar las condiciones políticas que rodean a la participación: las motivaciones externas que empujan o desalientan el deseo de formar parte de una acción colectiva y el entramado que forman las instituciones políticas de cada nación; la participación entendida como una relación “operante y operada”, como diría Hermann Heller, entre la sociedad y el gobierno: entre los individuos de cada nación y las instituciones que le dan forma al Estado.

Así, el puente de la representación a la participación política, que se mostraba al principio construido con votos, se desdobla en una gran variedad de relaciones distintas, formada por múltiples intercambios recíprocos entre las autoridades formales y los ciudadanos organizados; intercambios de todo tipo, animados por toda clase de razones peculiares que ?nalmente dan vida a la democracia; de modo que si bien el principio básico de la organización democrática consiste en la elección libre de los representantes políticos, es la participación ciudadana la que hace posible la extensión de ese principio más allá de los votos, convertirlo en algo más que una sucesión de elecciones y de paso, enlazar los procesos electorales con las decisiones políticas cotidianas.

Cierto: La participación no es su?ciente para entender la dinámica de la democracia; pero sin participación, sencillamente la democracia no existiría. Ha de distinguirse entre, por una parte, las modalidades que adopta, sus límites reales, las enormes expectativas que suelen acompañarla y, por otra, que produzca siempre resultados plausibles o que esté atrapada por una dosis inevitable de desigualdad; incluso, que el exceso de participación lleve al caos social, tanto como su anulación de?nitiva al autoritarismo sin máscaras.

Debe quedar claro que la democracia requiere siempre de la participación ciudadana: con el voto y más allá de éste.

II. LOS CAUCES DE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA


La participación ciudadana es un derecho político que incluso forma parte de los derechos humanos, pues en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Organización de las Naciones Unidas en 1948, ha quedado establecido que “toda persona tiene el derecho a participar en el gobierno de su país”.

En las sociedades democráticas, la participación ciudadana es la pareja indispensable de la representación política, se necesitan recíprocamente para darle signi?cado a la democracia; no obstante, la primera es mucho más ?exible que la segunda, es también menos conocida, aunque su nombre se pronuncie con más frecuencia. En este capítulo revisaremos algunas de las razones que explican esa paradoja aparente: la participación como un método que da vida a la democracia, pero que suele a la vez complicar su existencia.

¿A qué se debe tal paradoja? En principio, a que una vez separada de la representación a la que debe su origen, la participación se vuelve irremediablemente un camino de doble sentido: de un lado, sirve para formar a los órganos de gobierno; de otro, es utilizada para in?uir en ellos, controlarlos y en no pocas ocasiones, detenerlos; en otras palabras, la participación es indispensable para integrar la representación de las sociedades democráticas a través de los votos; una vez constituidos los órganos de gobierno, la participación se convierte en el medio privilegiado de la llamada sociedad civil para hacerse presente en la toma de decisiones políticas.

Anteriormente se entendía que sólo se participaba a través de las elecciones; ahora hay que agregar que sin esa forma de participación todas las demás serían engañosas, pues si la condición básica de la vida democrática es que el poder dimane del pueblo, la única vía cierta para asegurar el cumplimiento de dicha condición reside en el derecho al sufragio. Esta, que es una condición de principio, al mismo tiempo sirve para reconocer que los ciudadanos han adquirido el derecho de participar en las decisiones fundamentales de la nación a la que pertenecen.

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