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La protección de los bienes culturales participa de una gran complejidad y se puede emprender su  análisis jurídico desde diferentes  puntos de vista según nos preocupe  su incidencia sobre las reglas relativas al tercer adquirente de buena fe;  de las reglas de la noción de punto  de contacto o bien de las reglas que  se contienen en diferentes convenciones, tratados y acuerdos sobre los  bienes culturales concluidos entre  diferentes Estados y que regulan  esta materia. Si bien es cierto que  participan diversas disciplinas del  derecho, los paradigmas jurídicos  resultan claramente insu?cientes  para explicar satisfactoriamente los  planteamientos que suscitan la protección de bienes culturales, y otros  son los ámbitos del conocimiento  como la arqueología, la estética o la  etnografía, los que aportan elementos de análisis que resultan fundamentales en su valoración. Si en  un espacio resulta indispensable la  convergencia interdisciplinaria del  conocimiento es, sin discusión, precisamente en la protección de bienes  culturales.
 

Doctor Jorge Sánchez Cordero Dávila
Notario Público número 153 del Distrito Federal
Licenciado Fabricio Marella

Es así como el concepto de cultura pareciera estar muy ajeno al discurso jurídico y se podría con justa  razón cuestionar la conveniencia  misma de abrir toda una discusión  en torno a este término en una  re?exión estrictamente jurídica; sin  embargo, evadirla implicaría ignorar  los lazos que unen Cultura y Estado  y sus constantes interacciones.

En la actualidad se observa un  saqueo silencioso, pero no por ello  menos profundo y sistemático de  las culturas. Ese fenómeno coincide con la aparición de la noción  de “bienes culturales”, la cual se  impone paradójicamente en el  ámbito internacional, cuando los  bienes culturales fueron desprovistos de su función de origen. Esos  bienes se denominan precisamente  “bienes culturales” cuando satisfacen una función secundaria o  por lo menos diferente para la cual  fueron creados. La misma noción  de museo, que rea?rma su vocación  como un espacio de sacralización y  neutralización de imágenes y símbolos, atribuye un estatuto especí?co  de bienes culturales. El museo ?nalmente ha resultado ser un destino  de los bienes culturales que encuentran en él una nueva razón de ser;  sustraídos de su contexto, el museo  los provee de una función distinta  a la de su origen, constitutiva de  un vehículo que transmite el conocimiento.

Surge en consecuencia la necesidad de establecer un régimen legal  especí?co para esos bienes que se  distinguen por su “culturalidad”.

En su sistema legal, los diferentes sistemas jurídicos de Estados  nacionales, herederos de una gran  riqueza cultural, al implementar una  política restrictiva en cuánto a los  bienes culturales, han desarrollado  mecanismos que intentan resolver  los problemas derivados del trá?co  ilícito de los bienes culturales, que  encuentran sus límites en las fronteras nacionales. En efecto, cuando  los bienes culturales franquean las  fronteras nacionales, surge la di?cultad para protegerlos y se agudizan los problemas inherentes a su  trá?co ilícito.

En la segunda mitad del siglo XX  se han sucedido un número considerable de convenciones, tratados,  declaraciones, entre otros muchos  mecanismos de legalidad, que hacen  perceptible  la emergencia de una  consciencia internacional de protección del patrimonio cultural y por  consiguiente de la instauración de  un nuevo orden cultural internacional, en donde se han contrapuesto  dos tendencias contradictorias: una  conocida cómo byronismo, que es la  que milita a favor del nacionalismo  cultural, y la otra que favorece el  internacionalismo cultural llamada  también elginismo.

El Estado mexicano ha hecho  esfuerzos considerables en asociar  su sistema de legalidad a este nuevo  orden cultural internacional. El último de estos esfuerzos, consistió en  la reciente rati?cación de la Convención de la UNESCO del 2001 relativa a la protección del patrimonio  cultural subacuático.

Existen muchos otros instrumentos internacionales que requieren  de una amplia discusión en nuestra  sociedad como es la Convención  Cultural de UNIDROIT de 1995,  que es una Convención destinada  a colmar los problemas irresueltos  por la Convención de la UNESCO  de 1970.

Uno de los aspectos fundamentales que se evoca con más frecuencia, concierne a la necesidad  que enfrenta todo sistema de legalidad de pronunciarse respecto al  con?icto de intereses que opone  al propietario desposeído con el   adquirente de buena fe, ya sea a  favor del primero o en bene?cio del  segundo. El problema fundamental  radica en el elemento de certidumbre que es indispensable al comercio. Unos sistemas han privilegiado  la certidumbre en el comercio, en  tanto en otros ha prevalecido la protección del propietario desposeído. En este contexto, el dilema consiste  precisamente en argumentar si los  países receptores de bienes culturales tienen la disposición de variar los  fundamentos de su sistema jurídico  admitiendo una situación de excepción para algunos bienes únicamente  sobre la base del elemento de “culturalidad” y cuyo único apoyo serían  la aplicación en su territorio de legislaciones extranjeras. La Convención  Cultural de UNIDROIT da puntual  respuesta a estas interrogantes.

En el ámbito interno mexicano,  la discusión no ha sido menos  intensa. Un análisis de la evolución del sistema jurídico mexicano en la materia, nos conduce irremediablemente a las contradicciones  y ambivalencias en las diferentes  tendencias que pueden ser identi?cadas en la sociedad mexicana, que  únicamente pueden ser explicadas  en perspectiva.

A inicios del siglo XX el primer  acto cultural soberano del Estado  Mexicano, fue emitir un acuerdo en  el  que reconocía su obligación de  inspeccionar y conservar los monumentos arqueológicos, y ordenaba  consecuentemente la adquisición de  terrenos de propiedad privada en la  zona arqueológica de Teotihuacan. Estos terrenos les pertenecían en  propiedad a más de 195 personas. La  legislación mexicana de la época no  era lo su?cientemente contundente  en la materia y prevalecía una gran  di?cultad en  conciliar los regímenes  de propiedad privada, gobernada  por los postulados del liberalismo  del XIX mexicano, y regimen de  dominio publico.

En otras latitudes de nuestro  territorio, en la misma época, en  1885, Edward Herbert Thompson,  arqueólogo de profesión, fue nombrado cónsul americano en Progreso,  atendiendo una recomendación hecha por la sociedad americana de  anticuarios y por el Museo Peabody  de la Universidad de Harvard. Este  cónsul adquirió en propiedad en 75  dólares la Hacienda de Chichón que  colindaba con la ciudad maya de  Chichen-Itzá y se le adjudicó como  propietario el Cenote Sagrado. La  adquisición de esta propiedad debe  ser atribuida para decir lo obvio, no  tanto al interés cientí?co en torno  a las leyendas mayas que hablaban sobre sacri?cios humanos en  honor al dios de la lluvia Chaac,  sino a la existencia de tesoros en el  Cenote Sagrado. Thompson excavó  sin contar con autorización para ello  el templo maya El Osario; una vez  adquirida la hacienda saqueó tumbas  mayas y fue el primero en dragar el  Cenote Sagrado de Chichen-Itzá, en  donde conforme a la tradición eran  sacri?cadas doncellas vírgenes para  obtener una buena temporada de  lluvias. Durante cinco largos años  sustrajo miles de piezas de jade,  de oro, cobre, obsidiana, masas de  copal, esqueletos y trozos de textil.
Esto explica en parte la gran colección de bienes culturales precolombinos fundamentalmente mayas en  el Museo Peabody de la Universidad  de Harvard y el Museo Field de Historia Natural de Chicago.

Thompson sustrajo los depósitos del Cenote Sagrado, careciendo  de una metodología, cualquiera que  ésta hubiere sido; toda información  se desvaneció y el conocimiento universal se vio desprovisto de datos e  información de una gran valía relativas a una de las grandes culturas  mesoamericanas, como lo fue la  maya.

Finalmente fue procesado por  robo y exportación de objetos  arqueológicos del Estado mexicano;  sin embargo jamás se le arrestó y  siempre gozó de plena libertad.

El recuento de estos innumerables agravios puede multiplicarse.
Nuestro propósito es empero diferente; es evidenciar cómo el siglo  XX mexicano puede explicarse en  gran medida por intentar conciliar  dos regímenes de propiedad, el de  propiedad privada y el de dominio  público en un área altamente sensible para la sociedad mexicana y por  hacer prevalecer éste último régimen de propiedad. La ambigüedad  jurídica se perpetuó durante una gran  parte del siglo XX: por una parte y  en virtud de la norma constitucional  que no admite efectos retroactivos  de la ley, era forzoso reconocer la  propiedad privada de bienes muebles arqueológicos; pero por otra  parte, imperaba la necesidad de reafirmar la propiedad del Estado sobre  los bienes arqueológicos muebles e  inmuebles como el vínculo genuino  para la constitución del patrimonio  cultural mexicano.

A partir de la conceptuación de  los monumentos arqueológicos como bienes del dominio público, para  evitar su trá?co, el Estado mexicano  añadió su inalienabilidad e imprescriptibilidad como elementos indisociables, con la sanción contractual  que derivaba de ella, es decir la nulidad de pleno derecho o de orden  público en caso de que alguien  quisiese adquirir la propiedad.

La evolución hacia la dominialidad pública del patrimonio arqueológico y su publicidad signi?có una  expansión progresiva del principio de res extra commercium y de su  principal efecto que los hace, en la  actualidad, irreductibles a propiedad  privada. En el siglo XX el Estado  mexicano logró consolidar la noción  de patrimonio cultural y las zonas  arqueológicas se convirtieron en su  ?orón.

Para ponerlo en términos coloquiales y hacerlo más comprensible,  permítanme ponerlo en estos términos. A la generación actual de mexicanos, le resultaría impensable tener  que solicitar permiso para ingresar a  nuestros monumentos y zonas arqueológicos, pero aún más, le resultaría  totalmente inaceptable considerar que  éstos tuvieran un propietario distinto  al Estado mexicano.

En la década de los 60 Clemency Coggins, una muy prestigiosa  historiadora de arte especialista de  la cultura precolombina, publicó en  los Estados Unidos, un artículo muy  crítico sobre el trá?co ilícito que se  perpetraba en la época y cito en lo  sustantivo sus primeras re?exiones:  “La última década ha sido testigo de  un aumento notable y sistemático  del robo, de la mutilación y de la  exportación ilícita de monumentos mexicanos y guatemaltecos con  la ?nalidad de satisfacer el apetito  del mercado internacional del arte.
América latina no había sido objeto  de un  pillaje tan devastador desde el  siglo XVI...” 

El artículo daba también cuenta  de la mutilación de los templos  mayas mediante la cercenadura  de las estelas a efecto de facilitar  su transportación. Coggins no se  limitó a describir los actos de pillaje,  se esmeró en seguirles el trayecto,  lo consiguió y denunció a sus bene?ciarios, entre ellos museos tan  prestigiosos como el Museo de Arte  de Cleveland, el Museo de Arte de  Houston, el Instituto de Arte de  Minneapolis, el Museo de Arte Primitivo Rockefeller de la Ciudad de   Nueva York  y el Museo de Arte de  la Ciudad de Saint Louis.

Ese pillaje fue tan escandaloso  y las estelas mayas removidas tan valiosas que se llegó a a?rmar que  para el especialista de la cultura precolombina, las adquisiciones de esas   piezas por los museos equivalían a la  compra del arco de Tito en Roma.

La rapacidad llegó a tales extremos que generó un movimiento  internacional integrado entre otros  por arqueólogos y etnógrafos que  exigían medidas para impedir la  arqueología clandestina. La legislación mexicana contenía, en esa  época, elementos de alta incertidumbre, por lo que México estaba  altamente propenso al pillaje. El  escándalo subió de tono, lo que  obligó al Ejecutivo Federal a proponer al constituyente permanente  una reforma constitucional atribuyéndole al Congreso de la Unión  en funciones de órgano del Estado  Mexicano, competencia única para  legislar en materia de bienes y zonas  arqueológicos, artísticos e históricos.

El pasado, tan reciente como  ayer, puede desaparecer frente a  nosotros. Se ha dicho con razón que  cuanto más pasado acumule una  sociedad, resulta más difícil que lo  retenga. La interrogante fundamental que se han formulado las sociedades, al paso del tiempo, consiste  en ¿cómo capturar el pasado? La  captura del pasado es un problema  de comunicación humana, ya que la  captura debe ser accesible a todos. Este es el sentido de los bienes culturales.

Los bienes culturales son vehículos de comunicación. La arqueología  en la actualidad nos ha enseñado  cuánta información contienen estos  bienes culturales. Pero los bienes  culturales también contienen enseñanzas. Deben contemplarse, no  como meros bienes inertes o simples artefactos. Los bienes culturales nos revelan las aptitudes, las  metodologías y los talentos de sus  creadores. Los bienes culturales  empero, sobrepasan su conceptuación de ser esfuerzos humanos,  conllevan el signi?cado mismo que  se le ha dado a la naturaleza. A la  naturaleza se le ha dotado de un  signi?cado, se le ha capturado en  el drama, incluso en el milagro, de  la existencia contemporánea. Los  bienes culturales no hablan o se  comunican por sí solos; llevan una  receptividad particular que permite  apreciar la captura del pasado. Los  bienes culturales pueden desvanecerse, como lo hemos constatado y  los esfuerzos cientí?cos que se han  venido realizando intentan asegurar  su permanencia que permita preservar los instructivos de las formas  de las civilizaciones. Por encima de  cualquier consideración de tiempo  o de espacio los bienes culturales pueden ser más elocuentes que  cualquier lenguaje.

En este mismo sentido y para  terminar quisiera recurrir a Octavio  Paz, quien re?riéndose a las esculturas y monumentos  de los antiguos  mexicanos sostenía que éstas  son obras a un tiempo maravillosas  y aterradoras;  son obras que están  impregnadas de un sentimiento confuso y sublime de lo sagrado. Un  sentimiento que brota de creencias  e imágenes que vienen de profundidades psíquicas muy antiguas. No  obstante, a pesar de su extrañeza,  de una manera obscura, pero casi  nunca racional, nos reconocemos  en ellas. O más exactamente vislumbramos a través de sus formas  complicadas una parte enterrada de  nuestro propio ser. En esos objetos extraños –esculturas, pinturas,  relieves, santuarios- nos asomamos  a nuestro fondo in?nito.

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