La protección de los bienes culturales participa de una gran complejidad y se puede emprender su análisis jurídico desde diferentes puntos de vista según nos preocupe su incidencia sobre las reglas relativas al tercer adquirente de buena fe; de las reglas de la noción de punto de contacto o bien de las reglas que se contienen en diferentes convenciones, tratados y acuerdos sobre los bienes culturales concluidos entre diferentes Estados y que regulan esta materia. Si bien es cierto que participan diversas disciplinas del derecho, los paradigmas jurídicos resultan claramente insu?cientes para explicar satisfactoriamente los planteamientos que suscitan la protección de bienes culturales, y otros son los ámbitos del conocimiento como la arqueología, la estética o la etnografía, los que aportan elementos de análisis que resultan fundamentales en su valoración. Si en un espacio resulta indispensable la convergencia interdisciplinaria del conocimiento es, sin discusión, precisamente en la protección de bienes culturales. |
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En la actualidad se observa un saqueo silencioso, pero no por ello menos profundo y sistemático de las culturas. Ese fenómeno coincide con la aparición de la noción de “bienes culturales”, la cual se impone paradójicamente en el ámbito internacional, cuando los bienes culturales fueron desprovistos de su función de origen. Esos bienes se denominan precisamente “bienes culturales” cuando satisfacen una función secundaria o por lo menos diferente para la cual fueron creados. La misma noción de museo, que rea?rma su vocación como un espacio de sacralización y neutralización de imágenes y símbolos, atribuye un estatuto especí?co de bienes culturales. El museo ?nalmente ha resultado ser un destino de los bienes culturales que encuentran en él una nueva razón de ser; sustraídos de su contexto, el museo los provee de una función distinta a la de su origen, constitutiva de un vehículo que transmite el conocimiento.
Surge en consecuencia la necesidad de establecer un régimen legal especí?co para esos bienes que se distinguen por su “culturalidad”.
En su sistema legal, los diferentes sistemas jurídicos de Estados nacionales, herederos de una gran riqueza cultural, al implementar una política restrictiva en cuánto a los bienes culturales, han desarrollado mecanismos que intentan resolver los problemas derivados del trá?co ilícito de los bienes culturales, que encuentran sus límites en las fronteras nacionales. En efecto, cuando los bienes culturales franquean las fronteras nacionales, surge la di?cultad para protegerlos y se agudizan los problemas inherentes a su trá?co ilícito.
En la segunda mitad del siglo XX se han sucedido un número considerable de convenciones, tratados, declaraciones, entre otros muchos mecanismos de legalidad, que hacen perceptible la emergencia de una consciencia internacional de protección del patrimonio cultural y por consiguiente de la instauración de un nuevo orden cultural internacional, en donde se han contrapuesto dos tendencias contradictorias: una conocida cómo byronismo, que es la que milita a favor del nacionalismo cultural, y la otra que favorece el internacionalismo cultural llamada también elginismo.
El Estado mexicano ha hecho esfuerzos considerables en asociar su sistema de legalidad a este nuevo orden cultural internacional. El último de estos esfuerzos, consistió en la reciente rati?cación de la Convención de la UNESCO del 2001 relativa a la protección del patrimonio cultural subacuático.
Existen muchos otros instrumentos internacionales que requieren de una amplia discusión en nuestra sociedad como es la Convención Cultural de UNIDROIT de 1995, que es una Convención destinada a colmar los problemas irresueltos por la Convención de la UNESCO de 1970.
Uno de los aspectos fundamentales que se evoca con más frecuencia, concierne a la necesidad que enfrenta todo sistema de legalidad de pronunciarse respecto al con?icto de intereses que opone al propietario desposeído con el adquirente de buena fe, ya sea a favor del primero o en bene?cio del segundo. El problema fundamental radica en el elemento de certidumbre que es indispensable al comercio. Unos sistemas han privilegiado la certidumbre en el comercio, en tanto en otros ha prevalecido la protección del propietario desposeído. En este contexto, el dilema consiste precisamente en argumentar si los países receptores de bienes culturales tienen la disposición de variar los fundamentos de su sistema jurídico admitiendo una situación de excepción para algunos bienes únicamente sobre la base del elemento de “culturalidad” y cuyo único apoyo serían la aplicación en su territorio de legislaciones extranjeras. La Convención Cultural de UNIDROIT da puntual respuesta a estas interrogantes.
En el ámbito interno mexicano, la discusión no ha sido menos intensa. Un análisis de la evolución del sistema jurídico mexicano en la materia, nos conduce irremediablemente a las contradicciones y ambivalencias en las diferentes tendencias que pueden ser identi?cadas en la sociedad mexicana, que únicamente pueden ser explicadas en perspectiva.
A inicios del siglo XX el primer acto cultural soberano del Estado Mexicano, fue emitir un acuerdo en el que reconocía su obligación de inspeccionar y conservar los monumentos arqueológicos, y ordenaba consecuentemente la adquisición de terrenos de propiedad privada en la zona arqueológica de Teotihuacan. Estos terrenos les pertenecían en propiedad a más de 195 personas. La legislación mexicana de la época no era lo su?cientemente contundente en la materia y prevalecía una gran di?cultad en conciliar los regímenes de propiedad privada, gobernada por los postulados del liberalismo del XIX mexicano, y regimen de dominio publico.
En otras latitudes de nuestro territorio, en la misma época, en 1885, Edward Herbert Thompson, arqueólogo de profesión, fue nombrado cónsul americano en Progreso, atendiendo una recomendación hecha por la sociedad americana de anticuarios y por el Museo Peabody de la Universidad de Harvard. Este cónsul adquirió en propiedad en 75 dólares la Hacienda de Chichón que colindaba con la ciudad maya de Chichen-Itzá y se le adjudicó como propietario el Cenote Sagrado. La adquisición de esta propiedad debe ser atribuida para decir lo obvio, no tanto al interés cientí?co en torno a las leyendas mayas que hablaban sobre sacri?cios humanos en honor al dios de la lluvia Chaac, sino a la existencia de tesoros en el Cenote Sagrado. Thompson excavó sin contar con autorización para ello el templo maya El Osario; una vez adquirida la hacienda saqueó tumbas mayas y fue el primero en dragar el Cenote Sagrado de Chichen-Itzá, en donde conforme a la tradición eran sacri?cadas doncellas vírgenes para obtener una buena temporada de lluvias. Durante cinco largos años sustrajo miles de piezas de jade, de oro, cobre, obsidiana, masas de copal, esqueletos y trozos de textil.
Esto explica en parte la gran colección de bienes culturales precolombinos fundamentalmente mayas en el Museo Peabody de la Universidad de Harvard y el Museo Field de Historia Natural de Chicago.
Thompson sustrajo los depósitos del Cenote Sagrado, careciendo de una metodología, cualquiera que ésta hubiere sido; toda información se desvaneció y el conocimiento universal se vio desprovisto de datos e información de una gran valía relativas a una de las grandes culturas mesoamericanas, como lo fue la maya.
Finalmente fue procesado por robo y exportación de objetos arqueológicos del Estado mexicano; sin embargo jamás se le arrestó y siempre gozó de plena libertad.
El recuento de estos innumerables agravios puede multiplicarse.
Nuestro propósito es empero diferente; es evidenciar cómo el siglo XX mexicano puede explicarse en gran medida por intentar conciliar dos regímenes de propiedad, el de propiedad privada y el de dominio público en un área altamente sensible para la sociedad mexicana y por hacer prevalecer éste último régimen de propiedad. La ambigüedad jurídica se perpetuó durante una gran parte del siglo XX: por una parte y en virtud de la norma constitucional que no admite efectos retroactivos de la ley, era forzoso reconocer la propiedad privada de bienes muebles arqueológicos; pero por otra parte, imperaba la necesidad de reafirmar la propiedad del Estado sobre los bienes arqueológicos muebles e inmuebles como el vínculo genuino para la constitución del patrimonio cultural mexicano.
A partir de la conceptuación de los monumentos arqueológicos como bienes del dominio público, para evitar su trá?co, el Estado mexicano añadió su inalienabilidad e imprescriptibilidad como elementos indisociables, con la sanción contractual que derivaba de ella, es decir la nulidad de pleno derecho o de orden público en caso de que alguien quisiese adquirir la propiedad.
La evolución hacia la dominialidad pública del patrimonio arqueológico y su publicidad signi?có una expansión progresiva del principio de res extra commercium y de su principal efecto que los hace, en la actualidad, irreductibles a propiedad privada. En el siglo XX el Estado mexicano logró consolidar la noción de patrimonio cultural y las zonas arqueológicas se convirtieron en su ?orón.
Para ponerlo en términos coloquiales y hacerlo más comprensible, permítanme ponerlo en estos términos. A la generación actual de mexicanos, le resultaría impensable tener que solicitar permiso para ingresar a nuestros monumentos y zonas arqueológicos, pero aún más, le resultaría totalmente inaceptable considerar que éstos tuvieran un propietario distinto al Estado mexicano.
En la década de los 60 Clemency Coggins, una muy prestigiosa historiadora de arte especialista de la cultura precolombina, publicó en los Estados Unidos, un artículo muy crítico sobre el trá?co ilícito que se perpetraba en la época y cito en lo sustantivo sus primeras re?exiones: “La última década ha sido testigo de un aumento notable y sistemático del robo, de la mutilación y de la exportación ilícita de monumentos mexicanos y guatemaltecos con la ?nalidad de satisfacer el apetito del mercado internacional del arte.
América latina no había sido objeto de un pillaje tan devastador desde el siglo XVI...”
El artículo daba también cuenta de la mutilación de los templos mayas mediante la cercenadura de las estelas a efecto de facilitar su transportación. Coggins no se limitó a describir los actos de pillaje, se esmeró en seguirles el trayecto, lo consiguió y denunció a sus bene?ciarios, entre ellos museos tan prestigiosos como el Museo de Arte de Cleveland, el Museo de Arte de Houston, el Instituto de Arte de Minneapolis, el Museo de Arte Primitivo Rockefeller de la Ciudad de Nueva York y el Museo de Arte de la Ciudad de Saint Louis.
Ese pillaje fue tan escandaloso y las estelas mayas removidas tan valiosas que se llegó a a?rmar que para el especialista de la cultura precolombina, las adquisiciones de esas piezas por los museos equivalían a la compra del arco de Tito en Roma.
La rapacidad llegó a tales extremos que generó un movimiento internacional integrado entre otros por arqueólogos y etnógrafos que exigían medidas para impedir la arqueología clandestina. La legislación mexicana contenía, en esa época, elementos de alta incertidumbre, por lo que México estaba altamente propenso al pillaje. El escándalo subió de tono, lo que obligó al Ejecutivo Federal a proponer al constituyente permanente una reforma constitucional atribuyéndole al Congreso de la Unión en funciones de órgano del Estado Mexicano, competencia única para legislar en materia de bienes y zonas arqueológicos, artísticos e históricos.
El pasado, tan reciente como ayer, puede desaparecer frente a nosotros. Se ha dicho con razón que cuanto más pasado acumule una sociedad, resulta más difícil que lo retenga. La interrogante fundamental que se han formulado las sociedades, al paso del tiempo, consiste en ¿cómo capturar el pasado? La captura del pasado es un problema de comunicación humana, ya que la captura debe ser accesible a todos. Este es el sentido de los bienes culturales.
Los bienes culturales son vehículos de comunicación. La arqueología en la actualidad nos ha enseñado cuánta información contienen estos bienes culturales. Pero los bienes culturales también contienen enseñanzas. Deben contemplarse, no como meros bienes inertes o simples artefactos. Los bienes culturales nos revelan las aptitudes, las metodologías y los talentos de sus creadores. Los bienes culturales empero, sobrepasan su conceptuación de ser esfuerzos humanos, conllevan el signi?cado mismo que se le ha dado a la naturaleza. A la naturaleza se le ha dotado de un signi?cado, se le ha capturado en el drama, incluso en el milagro, de la existencia contemporánea. Los bienes culturales no hablan o se comunican por sí solos; llevan una receptividad particular que permite apreciar la captura del pasado. Los bienes culturales pueden desvanecerse, como lo hemos constatado y los esfuerzos cientí?cos que se han venido realizando intentan asegurar su permanencia que permita preservar los instructivos de las formas de las civilizaciones. Por encima de cualquier consideración de tiempo o de espacio los bienes culturales pueden ser más elocuentes que cualquier lenguaje.
En este mismo sentido y para terminar quisiera recurrir a Octavio Paz, quien re?riéndose a las esculturas y monumentos de los antiguos mexicanos sostenía que éstas son obras a un tiempo maravillosas y aterradoras; son obras que están impregnadas de un sentimiento confuso y sublime de lo sagrado. Un sentimiento que brota de creencias e imágenes que vienen de profundidades psíquicas muy antiguas. No obstante, a pesar de su extrañeza, de una manera obscura, pero casi nunca racional, nos reconocemos en ellas. O más exactamente vislumbramos a través de sus formas complicadas una parte enterrada de nuestro propio ser. En esos objetos extraños –esculturas, pinturas, relieves, santuarios- nos asomamos a nuestro fondo in?nito.
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