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La Constitución Española de 1978, en su Artículo 4º, párrafo primero, nos señala que la Bandera de España “está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura”.
 

Notario José Luis Aguirre Anguiano

El actual y primordial símbolo de España, su bandera, roja y gualda, se debe a la inspiración del más destacado de los monarcas borbónicos del siglo XVIII en España, Carlos III, quien la estableció en el año de 1785 para la marina de Nápoles. A partir de 1843 se convirtió en la Bandera Nacional de España, salvo durante el período de la Segunda República, cuando la franja inferior trocó el rojo por el morado.

El escudo tradicional de España, consagrado por la Ley 33 del 5 de Octubre de 1981, tiene la belleza y elegancia del arte heráldico medieval y sobre todo, sintetiza la identidad de toda la hispanidad.

Los símbolos de los cuarteles superiores son los de los antiguos reinos de Castilla y León: el castillo dorado (monumental y sólida defensa) sobre fondo de gules y el león rampante coronado (atributo de nobleza, ataque y ?ereza) sobre fondo de plata; los inferiores llevan los de Aragón y Navarra, el primero con las cuatro barras de sangre que sobre el dorado escudo de Gifredo “el belloso”, Conde de Barcelona y Girona, pintó el Rey de los Francos, Carlos “el Calvo” con la sangre que manaba de las heridas del conde, derramadas en la guerra contra los normandos, y que ha llegado a ser la divisa de todo el mundo catalanoaragonés; en el segundo, las cadenas doradas sobre el fondo de gules y una esmeralda en medio recuerda la Batalla de las Navas de Tolosa, en la que las huestes cristianas, acaudilladas por Alfonso VIII de Castilla, salvaron a Europa entera de las armas musulmanas, cuando Sancho, “el Fuerte” de Navarra, asaltó a caballo con valentía y temeridad sin parangón, el parapeto del califa almohade Abú-Yusuf-Yacub que, resguardado por diez mil negros musulmanes, ?eros y desa?antes, se albergaba en su tienda de proverbial riqueza, lo que no bastó contra el victorioso empuje de la cabalgadura y la espada de Sancho “el Fuerte” quien, manejando la espada con la diestra, arrastró con la mano izquierda las cadenas de oro de la rica tienda, derribando las cadenas que constituyen, hasta hoy día, el símbolo del reino de Navarra.

El escudo de España lleva también el emblema de Granada, las tres ?ores de lis de los Borbones, y lo que es más importante para nosotros los hispanoamericanos, las dos Columnas de Hércules, una con la corona imperial, otra con la real y el lema plus-ultra: “más allá”, allende el mundo entonces conocido, que recuerda la expansión ultramarina de España y la creación de otras más de veinte españas, comenzando por la nuestra, que fue la Nueva España y sigue siéndolo, de alguna manera, pues nada de lo que sucede en España deja de tener eco e irrenunciable sentido para nosotros.

Carlos III tuvo una importancia vital no sólo para España, sino para toda la Europa dieciochesca y desde luego para las nuevas tierras de América, pues en el siglo del Iluminismo, su siglo, que fue el de Goya y Jovellanos, el umbral de la Revolución Francesa, las Cortes de Cádiz y de Mariana Pineda, se dio el momento histórico de la toma de conciencia nacional e independencia de los países iberoamericanos.

El 1700 marca no sólo la muerte y decadencia del infortunado Carlos “El Hechizado”, el último de los Habsburgos españoles, sino, por su testamento, un cambio de dinastía y una época llena de luces y sombras, enmarcada por reformas no sólo a la administración pública de España, sino a la manera de concebirla, tanto a ella, como a los reinos ultramarinos que de ella dependían; cambios que aún se discuten ideológicamente, pues hay quien cali?ca dichas reformas como tímidas mientras otros lo hacen como enormemente audaces.

Cabe recordar cómo a la época imperial de España la caracterizó, entre otras cosas, su lucha contra Francia por el predominio en Europa. Las guerras de Carlos V y Felipe II contra Francia, victoriosas para las armas españolas, tuvieron entre otras consecuencias la de impedir el sueño de España de uni?car la cristiandad y terminar con el peligro musulmán que amenazaba Europa y que actualmente la sigue amenazando, pues según la expresión de la recién fallecida Oriana Fallacci, la “obtusa ferocidad del terrorismo islámico” se apresta a aniquilar nuestra civilización, tratando de convertir a Europa en una descastada “Eurabia”.

Volviendo a la historia, recordemos a Carlos I de España y V de Alemania, su Real, Cesárea y Católica Majestad, quien después de haber liberado a dieciséis mil cristianos que se hallaban prisioneros por piratas tunecinos y dirigido personalmente la victoriosa campaña de Túnez contra el Islam en el año de 1535, tuvo que afrontar los con?ictos que en Flandes, Borgoña, o Nápoles, le provocó Francisco I de Francia, el cual había buscado la alianza con el sultán de Turquía y había llegado hasta el cínico extremo, para un príncipe cristiano, de ?rmar en 1536 un tratado de ayuda con dicho monarca, a ?n de apoderarse del ducado de Milán.

Justamente indignado, el Emperador de España pronunció un discurso ante el Papa, la curia romana y el Embajador de Francia, retando a Francisco I de Francia a la celebración de un duelo personal para dirimir entre ambos sus problemas europeos sin derramar sangre de sus respectivos súbditos, que eran necesarios para la gran empresa de defender a la cristiandad de la amenaza turco-musulmana. Huelga decir que Francisco I, por razones que hemos de suponer, no aceptó el reto lanzado por el Emperador, que quizá fue el último caballero medieval.

El gran daño que Francisco I de Francia in?igió a España, a la misma Francia y a la Europa entera, al aliarse con un caudillo musulmán en contra de un reino cristiano, fue algo que parecía inconcebible en aquellos días, sembró una descon?anza de España y buena parte de Europa hacia Francia, que perduraría no sólo años, sino siglos.

Lo anterior nos hará comprender que el cambio de dinastía de los Habsburgo a la dinastía francesa de Borbón, era algo con?ictivo para el pueblo español. Carlos II, “El Hechizado”, además de luchar contra los fantasmas de su mente atormentada, se daba cuenta de que Europa quería su muerte para repartirse la rica presa que representaban España y sus dominios ultramarinos.

Francia, Inglaterra y Holanda habían ?rmado en Londres en 1699 un reparto de la monarquía española, rechazada por el emperador de Alemania. Los plenipotenciarios de Francia y Austria luchaban acuciantes con sus intrigas diplomáticas para lograr la parte del León en tal repartición. Carlos II decidió entonces heredar su trono, ya que no tenía descendencia, a su sobrino francés, al cual consideraba como el candidato que mejor garantizaba la unidad monolítica de España.

La primera nación de Europa fue España, pues la invención de España fue eso que ahora llamamos “nación”, esa realidad política que arraigaría, crecería y se formaría en el Viejo Continente, como con gran rigor y perspicacia señala Julián Marías:

“No ha habido ninguna nación antes que España. El proceso nacionalizador se inicia en la segunda mitad del siglo XV en los países occidentales de Europa; en Portugal, por su homogeneidad y pequeñez, avanza tempranamente, pero falta el elemento decisivo de las incorporaciones; en Inglaterra, el carácter insular favorece el proceso, pero lo que se nacionaliza es Inglaterra en sentido estricto, England, en modo alguno la Gran Bretaña, que no sería una nación hasta ?nes del siglo XVII; no ya Escocia, tan distinta e independiente, ni siquiera Gales pertenece durante largo tiempo a la nación, y sus relaciones con Londres son sumamente tenues y distantes. En cuanto a Francia, la cosa es compleja –enturbiada por la persistencia del nombre “France”, que cubre una serie de realidades bien distintas, desde la ile de France, hasta el royaume de France, de tan varios límites hasta llegar a ser la nation francaise. No se olvide, por lo pronto, que durante los siglos XIV y XV tiene Inglaterra un pie en Francia –a veces los dos–. Y luego, en territorio actual está Borgoña, que en tiempo de los duques fue tan importante como Francia, y el Béarn, y el Franco-Condado, que luego será español, y Navarra, cuya porción francesa tiene tanta in?uencia y que no acabará de pertenecer a la nación hasta Enrique IV. Aparte de esto, todavía con Luis XI (muerto en 1483) no se puede hablar de una nación francesa, que no existe propiamente hasta Luis XII (que reina hasta 1515). Y me estoy re?riendo a la primera “promoción” de naciones europeas, pues las demás no son mucho más tardías”.


Retornando al tema de la sucesión de Carlos II, había tenido el monarca que voltear sus ojos a París; no lo hizo por la antipatía tradicional del Pueblo Español hacia el Reino de Francia, sino a pesar de ello, tan sólo con un detalle de la maledicencia popular de España, vertido en uno de los versos impresos en unos pasquines que circulaban en Madrid, ansioso de contar con un heredero al trono, que bien merece aparecer en una antología de los más ingeniosos retruécanos, dedicado a la bella María Luisa de Orleáns, primera esposa de Carlos II, ante su permanente estado de ingravidez, que así decían (cito de memoria):  

“A pesar de ser extraño      
sabed, bella ?or de lis;     
si parís, París a España.
Si no parís, a París”.


Carlos II designó heredero al Trono de la España de los Austrias a Felipe de Anjou, hijo del Delfín de Francia y nieto de Luis XIV, el Rey Sol y de su esposa María Teresa de Austria, hermana de Carlos II; reinaría en España con el nombre de Felipe V, primero de la dinastía de los borbones españoles, de 1700 a 1746. La historia lo conoció como “El Animoso”.

La designación del Borbón trajo como consecuencia la Guerra de la Sucesión Española, pues el Emperador de Austria, Leopoldo, descendiente de Juana La Loca, pedía, al menos, la partición de España, rechazando la voluntad de Carlos II y formando una gran alianza con Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Prusia, Saboya y Portugal, frente a España y Francia. Tras encarnizada lucha en media Europa, después de las batallas de Almansa, Brihuerga y Villaviciosa, Felipe V a?anzó el trono español, aunque la guerra terminó años después con la ?rma de los Tratados de Utrecht, por los cuales España perdió Flandes, Nápoles, que pasaron a la soberanía del Emperador alemán y Cerdeña, que pasó a la del Duque de Saboya.

Holanda obtuvo varias plazas fuertes ?amencas; Inglaterra se apoderó de Gibraltar, que aún ocupa, y de la Isla de Mahon, en Menorca, así como del “Navío de Permiso” (obtuvo la facultad legal de comerciar en un navío con el pabellón de Inglaterra en las posesiones españolas), lo cual, además de la legalización del contrabando británico, fue una verdadera humillación nacional para España al ver, ancladas en sus aguas, barcos británicos. En el suelo español el desafortunado fue el reino de Aragón, que había jugado la carta perdedora del Emperador de Austria.

Una nueva guerra entabló España, a causa de unos incidentes diplomáticos en Milán contra la triple alianza Holanda-Inglaterra y la mismísima Francia, a la que después se unió el Imperio Alemán que terminó con la paz de 1919 y el tratado de alianza con Francia de 1921, en el cual se pactó el matrimonio del Príncipe de Asturias, Luis, con Luisa Isabel de Orleáns, hija del Regente Francés y a la infanta española, Ana Victoria, niña de tres años, se la comprometió con el futuro Rey de Francia, Luis XV, matrimonio que por cierto nunca llegó a celebrarse.

Mucho se ha insistido en el afrancesamiento que trajo consigo a España el advenimiento de la dinastía Borbónica; la etiqueta palaciega y arquitectura que reproducían la versallesca y también las nuevas ideas que introducían el despotismo ilustrado, muy a la francesa, en España, y es verdad; pero con dinastía Borbónica o sin ella, las cosas hubieran sido igual, era el XVIII el siglo de Francia, y en todo el mundo civilizado de aquellos días ocurría lo mismo.

En lo que nadie parece reparar, inmersos en las críticas al afrancesamiento que los Borbones introdujeron en España, es en la españolización de la dinastía desde Felipe V, quien no se dejó seducir por las pretensiones que le abrían la posibilidad de asumir el trono de Francia, pues una vez que pisó el suelo de España, como su rey jamás dejó de sentir suya, no sólo la corona, sino la patria española, rechazando cualquier desviación al respecto.

Felipe V y Fernando VI, Carlos III, Carlos VI, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, Don Juan el Conde de Barcelona y don Juan Carlos I, nueve monarcas y tres siglos de dinastía española, han sido acendradamente españoles. A algunos la historia los recuerda con veneración y respeto; a otros, como Carlos IV y Fernando VII, a quien el pueblo designó en su tiempo como “El deseado”, los abomina. A don Juan Carlos I la historia lo recordará como el rey de la democracia y esos tres siglos de monarquía hacen tener fe en que España se crezca más en épocas difíciles, las que transcurren hoy día.

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