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La mejor comprensión de nuestros orígenes y desarrollo histórico político, requiere de profundizar en el conocimiento del siglo XIX, fundamental para la conformación de nuestra nacionalidad. Siglo con virtudes, defectos y carencias sobre el cual se ha escrito en abundancia, en gran parte lo han estudiado, desgraciadamente, autores que por observar en demasía lineamientos ideológicos o políticos, han resbalado hacia lo subjetivo inventando, olvidando, satanizando o dei?cando a diestra y siniestra entornos y personajes de la centuria.
 

Notario Constancio Hernández Allende

El o?cio genuino de historiar obliga a la objetividad e imparcialidad en nuestras exposiciones, so pena de representar el papel de voceros de tendencias partidistas u o?cialistas que son, a la postre, dañinas para la enseñanza de la Historia de México. Como parte de la intensa problemática decimonónica sufrimos el ambicioso expansionismo norteamericano, causante de innumerables trastornos en nuestra vida histórica.

Si nos remitimos a los inicios de la cuestión, encontramos una frontera norte de gran extensión cuyos límites fueron originalmente ?jados en el tratado del 22 de febrero de 1829 entre España y los Estados Unidos; por la primera ?rmó el embajador Luis de Onís y por los estadounidenses el ministro Adams. Se bene?ciaba el naciente coloso del norte gracias a lo que fue el inicio de la reducción, paulatina o violenta, del antes vastísimo territorio novohispano en perjuicio de México. No eran, sin embargo, los del norte los únicos territorios ambicionados: en el sur, uno de los objetivos codiciados, pasados, presentes y futuros lo ha sido el Istmo de Tehuantepec, de valiosa y estratégica posición geográ?ca.

En nuestro drama vecinal representa un papel de suma importancia la conciencia norteamericana del Destino Mani?esto, singular concepción anglosajona sobre la certeza de ser el pueblo elegido para regir al mundo, civilizarlo política y económicamente a la vez que salvarlo en lo religioso; claro está, es la convicción de una supuesta superioridad anglosajona. José Fuentes Mares en su obra Juárez y los Estados Unidos, transcribe una frase del estadista John Quincy Adams: “La totalidad del Continente Americano parece encontrarse destinado por la Divina Providencia para ser poblado por una sola nación, hablando un solo idioma, profesando un sistema uniforme de principios religiosos y políticos, habituada a un sistema general de usos sociales y de costumbres.”

Fuentes Mares transcribe también, de Thomas Jefferson, uno de los padres de la independencia norteamericana: “Nuestra confederación ha de ser considerada como el nido del cual partirán los polluelos destinados a poblar América.” Más claro, ni el agua. Eso son los todopoderosos vecinos que nos deparó el destino.

Estimo pertinente mencionar los que pueden considerarse los primeros tratados internacionales de México poscolonial, toda vez que por ellos se nos reconoció (si bien bajo la forma de Imperio) como nación soberana e independiente: me re?ero a los tratados que tuvieron lugar en la villa veracruzana de Córdoba el 24 de agosto de 1821, discutidos y ?rmados por don Juan O´Donojú, quien fuera el último virrey y por ende jefe político y capitán general de la Nueva España y por don Agustín de Iturbide, autor del Plan de Iguala y primer jefe del Ejército Imperial Mexicano de las Tres Garantías.

Por su trascendencia en el inicio de nuestra vida independiente, los Tratados de Córdoba y las circunstancias que los motivaron ameritan un análisis especial, detallado y objetivo. Desgraciadamente, la corriente o?cialista de la historia, mal in?uida y peor encauzada, no le ha dado la importancia debida, en particular debido a un tendencioso empeño en denigrar y restarle a Iturbide méritos como consumador de la Independencia de México.

La hasta entonces Nueva España recién había proclamado y consumado su libertad política para dar sitio al nacimiento de la nueva entidad independiente, no sin difíciles y accidentadas consecuencias: una original Junta Provisional Gubernativa, un Primer Imperio, los balbuceos y primeros intentos republicanos con empecinados centralismos y federalismos, los trágicos y perdurables divisionismos ideológicos y religiosos, las pugnas entre yorkinos y escoceses, liberales y conservadores, así como los imperdonables parricidios en contra de los libertadores Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, las separaciones territoriales de la capitanía de Guatemala y demás provincias de Centroamérica, salvo Chiapas y Yucatán que por propia voluntad se reincorporaron a México.

Dolores, sangre, traiciones y heroicidades, ¿por qué no decirlo?, nos presentan en el mundo con actitudes y motivaciones conductuales tan singulares, que nos hacen distintos a otros pueblos, no obstante las semejanzas raciales o idiomáticas. El entorno, la genética y muchos factores biológicos y psicológicos más, arrojan luz sobre la raíz y razón del ser del mexicano, producto de múltiples mestizajes, tanto del conquistador europeo, como de nuestras etnias autóctonas y el factor de la negritud.

Debe señalarse que con la inspiración de algunos visionarios patriotas en busca de una unidad hispanoamericana política y económica, se ?rmó en Panamá el 15 de julio de 1826, el Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua de Colombia, Centro América, Perú y México; tratado que debió haberse rati?cado en la Ciudad de México, pero que, como era de esperarse, fue entorpecido por los Estados Unidos.

Las luchas enconadas por el poder, los gobiernos de quita y pon con seudo-militares y seudo-religiosos, seudo-liberales y seudo-conservadores nos hicieron vivir años de angustia empeorados por la falta de verdadero sentido de unidad patriótica e identidad, que condujo a la pérdida de Texas y a la injusta guerra de los Estados Unidos contra México, en la cual nos fueron arrebatadas más de las dos terceras partes de territorio. Durante tales con?ictos fuimos víctimas de verdaderas incoherencias en el desempeño militar e irrazonables divisionismos internos que favorecieron el triunfo norteamericano y derivaron en el tratado de Paz ?rmado el 2 de febrero de 1848, llamado Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que sólo se pudo salvar la Baja California y el Istmo de Tehuantepec.

Sobre la legitimidad de ese tratado se han escrito numerosos estudios y dado a conocer múltiples opiniones de señalados especialistas; no es el caso en este trabajo, dada su extensión, analizar su fondo y forma. De ahí que me haya permitido adjuntar su copia para un genuino conocimiento del mismo. Anexo asimismo el tratado por el cual Antonio López de Santa Anna cedió el territorio de La Mesilla, documento que tiene una gran relación de continuidad con el anterior. Particularmente rea?rma la voracidad expansionista de nuestros vecinos del norte, así como la falta de patriotismo de nuestros gobernantes en circunstancias históricas trascendentes (pasadas, presentes y ¿futuras?). ¿Cuándo remediaremos ese fatal entreguismo?

Contra la larga dictadura santanista surgió un movimiento armado que llegó a cobrar verdadera importancia, iniciado por Juan Álvarez, Florencio Villarreal e Ignacio Comonfort, el 1° de marzo de 1854, en el llamado Plan de Ayutla que fue rápidamente secundado por liberales como Santos Degollado, Luis Ghilardi, Gordiano Guzmán, Manuel García Pueblito, Epitacio Huerta, Juan José de la Garza, Santiago Vidaurri, incluso el general conservador Antonio Haro Tamariz, así como algunos clérigos agustinos resentidos con el alto clero. La presencia de Comonfort fue decisiva al conseguir recursos para el movimiento e incorporar a algunos desterrados políticos como Benito Juárez y Melchor Ocampo.

Al triunfo de la Revolución de Ayutla, Santa Anna salió del país y se integró un nuevo gobierno encabezado por Juan Álvarez y su gabinete de liberales llamados “puros”. Al efecto se expidió la Ley Juárez que suprimía los fueros eclesiásticos y militares, lo que fue su?ciente para motivar la sublevación de Manuel Doblado y otros más al grito de “religión y fueros”. Renunció Juan Álvarez a la presidencia y se hizo cargo de ella Ignacio Comonfort, quien logró someter a los levantiscos e integrar un gabinete con liberales moderados, tomó algunas decisiones difíciles, como la expulsión del Obispo de Puebla y la publicación de la llamada Ley Lerdo o de desamortización de los bienes de manos muertas. El hecho más importante de su gobierno fue la convocatoria al nuevo congreso constituyente que dio como resultado la Constitución promulgada y jurada en Querétaro el 5 de febrero de 1857.

Podemos decir que la Constitución del 57, hito en la historia mexicana, no satis?zo las exigencias de los liberales radicales pero bastó para alarmar, con sus rasgos de apertura en materia religiosa, a un gran sector de los conservadores; si el alto clero y sobre todo el Papa Pío IX hubieran entendido que los tiempos eran otros, que México se encaminaba ya a la modernidad, habrían adoptado una postura conciliadora y tolerante. No fue así: su actitud era de franco rechazo a una carta magna moderada. Lo más grave es que su aliento a una abierta rebelión condujo a una de las guerras fratricidas más cruentas de nuestra historia, la Guerra de Tres Años, también conocida como de Reforma.

Comonfort, quien había jurado la constitución como presidente electo, encabezó, con el aparente apoyo y en actitud doblegada de los conservadores, el alto clero y los militares a?nes a ellos, un autogolpe de estado que desconocía esa misma Carta. Para evitar la protesta de la Suprema Corte, mandó detener a su presidente, Benito Juárez. Cuando el 11 de diciembre de 1857 se pronunció la brigada de Zuloaga en Tacubaya, Comonfort, quien ya no con?aba ni en los conservadores ni en los liberales (tampoco éstos con?aban ya en él), abandonó el país, no sin antes dejar en libertad a Juárez, quien marchó a Querétaro, donde fue reconocido por el gobernador Arteaga como presidente de la República, pues así le correspondía, dada su calidad de presidente de la Suprema Corte, en caso de la falta temporal o absoluta del titular de la presidencia constitucional.

La lucha se planteó sin lugar a confusiones: el grupo de gobernadores y liberales que estaban con Juárez y la Constitución, contra los conservadores, el ejército, la Iglesia y el Plan de Tacubaya que los vinculaba. Se desencadenó, pues, la Guerra de Tres Años durante la cual se vertieron ríos de sangre de hermanos. Ya no se trataba de simples cuartelazos, sino de un con?icto absurdo que destrozaba y dividía al país en dos bandos, o por qué no decirlo, en dos repúblicas, la liberal y la conservadora. Benito Juárez y Miguel Miramón, fueron las dos grandes ?guras de su tiempo. Podemos estar o no con ellos, pero al ?n de cuentas y tras la obligada objetividad histórica, merecen nuestro respeto por su convicción de la autenticidad de su postura.

No es un objetivo de este trabajo historiar grandes batallas de esa guerra, pero cabe decir que las victorias de Miramón limitaron el dominio de los liberales casi únicamente al Puerto de Veracruz. Conforme se prolongaba el con?icto bélico, los recursos de los contendientes se agotaban, circunstancia que no desaprovecharon nuestros vecinos del norte para volver a las andadas.

Ya el presidente Comonfort había rechazado al embajador Forsyth diciendo que si bien las pretensiones de éste se apoyaban en el antiguo trato con Santa Anna, quien tenía por sistema la venta de territorios, él tenía el deber de conservarlos. De ahí que, ocurrido el golpe militar contra la constitución, los Estados Unidos hubieran extendido al gobierno conservador su reconocimiento pleno (22 de marzo de 1858).

Para disgusto del embajador estadounidense, quien había desempeñado la comisión, los conservadores también rechazaron sus exigencias y Forsyth recibió instrucciones posteriores para entrevistarse de nuevo tanto con el gobierno liberal, como con el conservador, a ?n de obtener ventajas de la difícil situación económica de ambos gobiernos que, enfrascados en una lucha sin cuartel, violenta y prolongada, necesitaban por igual, fuese para su triunfo o simplemente para subsistir, un apoyo económico en verdad fuerte que, dadas las condiciones, sólo podían aguardar de un país protector.

Puesto que el gobierno conservador rechazó las peticiones de Forsyth, éste se vio forzado a regresar a los Estados Unidos. El presidente Buchanan le pidió a William M. Churchwell que sondeara la posición del gobierno liberal establecido en Veracruz; como las gestiones fueron favorables, Buchanan acreditó a Robert M. McLane en calidad de nuevo ministro de los Estados Unidos, con facultades tan amplias como fuera necesario, de tal modo que se le pidió incluso insistir nuevamente con los grupos conservadores.

En resumen, los estadounidenses pretendían, entre otras cosas, la cesión de la Baja California y de los derechos para transitar desde el Río Bravo del Norte hasta el Golfo de California, así como de océano a océano a través del Istmo de Tehuantepec. Ante el nuevo rechazo del gobierno conservador encabezado en esos momentos por Miguel Miramón, McLane se puso al habla en Veracruz con el gabinete de Benito Juárez, particularmente con Melchor Ocampo. Tras demora de casi un año debido a la oposición de algunos destacados liberales, entre otros el incorruptible Ignacio Ramírez “el Nigromante”, se ?rmó el Tratado McLane–Ocampo, los días 1° y 14 de diciembre de 1859, incluidos los artículos convencionales del mismo.

La mencionada convención o artículos convencionales son muy sugestivos, pues en uno sólo de ellos se de?nía la autorización para solicitar y obtener, en su caso, la ayuda militar extranjera con objeto de imponer supuestamente un orden público alterado.

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