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Ese gran ?lósofo vallisoletano, discípulo predilecto de Ortega y Gasset:
Julián Marías, publicó en 1971 un profundo ensayo que tituló: “Tres visiones de la vida humana”, en donde aborda, entre otros temas: “El hombre y sus historias”.
 

Notario José Luis Aguirre Anguiano

Julián Marías se pregunta por qué el hombre duplica el mundo, su mundo a través de la ?cción, historia, arte, drama, comedia, teatro, y se responde:

“El hombre duplica su mundo mediante la ?cción; además del que encuentra en torno suyo inventa otro; y sobre todo en forma de historias, de relatos, por lo pronto de ciertos relatos elementales, que son, no se olvide, modos primarios del conocimiento. Después se ha olvidado que los relatos superiores también lo son. Fábula, mito o parábola: tres modos de ?cción elemental, tres intentos distintos que el hombre hace para entenderse a sí mismo y saber qué hacer con el realísimo mundo en que vive”.

Lo mismo hace el hombre con la historia, pero allí cuenta lo que realmente sucedió, salvo que en la ?cción la temporalización es remota e inde?nida, y en la historia, la temporalidad se data; si bien, la novela moderna como El Quijote, por poner un ejemplo,introduce la temporalidad en la ?cción. Sin embargo, no todo el hombre es un creador de ?cciones o un buscador de historias. Hay quienes pasan por la vida, permítanme utilizar ese lugar común, como un tronco arrastrado por la tormenta, sin presentar resistencia, sin preguntarse nada, porque todo lo imaginario le parece irreal en su torpe materialismo.

El hombre creador, el novelista, el historiador, el artista, el ?lósofo, ya lo ha sugerido Julián Marías, es un buscador de la verdad, alguien que quiere entender lo que le rodea.

Hoy hablaremos de un hombre excepcional, que vivió un cúmulo de ricas, variadas, a veces bellas y a veces dramáticas experiencias, fue un buscador de la verdad, un hombre inquieto y aventurero a pesar de su apariencia tranquila y gentil. Era un gran conversador, hablaba con fascinación tanto de los utensilios que usaba el hombre en el paleolítico o de la catedral de Burgos y su arquitectura gótica o de las intrincadas selvas de Veracruz que recorrió, a lomo de caballo, como un conquistador o de la corte de Alfonso X el Sabio; luego alternaba largos y pensativos silencios lanzando a la lejanía, o a sus “mundos interiores” como decía Ortega, su mirada azul de poeta mientras fumaba lentamente su puro, bien lo decía, cito -de memoria, Margueritte Yourcenar, que : “Los silencios se encuentran llenos de palabras que no se han dicho”.

Quisiera haber comprendido esas palabras no dichas por Miguel Sáinz. Quizás eran recuerdos del mar y la montaña de su amada Cantabria. Quizás eran imágenes de los bellos rostros de su esposa y de los hijos que engendraron, quizá miraba al Cid cabalgando a todo galope sobre los lomos de Babieca, su larga barba mesada por el aire, con La Colada o La Tizona, desenfundadas a la reconquista de Castilla o de Valencia, o quizás estaba creando algunos de los personajes de ?cción, cruzando el inmenso Atlántico en una carabela, como una media nuecesita hacia las costas de nuestra patria a poner (como es el nombre de una de sus novelas): “La Cruz sobre el Teocalli”.

Pero en lo que estoy seguro que ocupaba sus pensamientos era una búsqueda, quizá en algo que le apasionaba a él al igual que a todos nosotros:de nuestros signos de identidad.

Hay algo que mucho he respetado, pero no temo en llegar a ser monótono porque es una obviedad, pero al ?n y al cabo una verdad como la copa de un pino. Los hispanoamericanos, los que no nos hemos perdido convirtiendo al mundo en un gran supermercado, en el cual lo único que verdaderamente importa es consumir, tenemos un ser desconyuntado, pues buscamos, amamos y soñamos con nuestros orígenes en la vieja piel de toro que se llama España aún en esos tiempos lejana y que al mismo tiempo amamos, esta tierra que pisamos que es tan nuestra y entrañable como la otra y que nos fastidia el océano que se encuentra en medio.

Y antes de entrar en un pequeño esbozo biográ?co sobre Miguel Angel Sáinz López Negrete (quien salvo en documentos o?ciales, siempre se ?rmó simplemente Miguel Sáinz López Negrete) y tratar de explicar cómo fue tantas cosas a la vez: cántabro, mexicano, indiano, emigrante, historiador, novelista, maestro, soñador y aventurero, hombre de empresa y de letras.

Haré un breve recuerdo histórico que a él le fascinaba y con orgullo patriótico solía relatar, cuando cerca de la blasonada, nobiliaria y medieval Santillana del Mar, en tierra cántabra, que guarda sus profundas raíces, la de la colegiata de los capiteles de caballeros con legendarias monturas y armaduras, la de la torre gótica del Merino, que dicen “que sólo le falta el mar para ser perfecta, caminaban por la verde campiña, emocionados, admirando el bellísimo paisaje a escasos dos kilómetros de: “la villa de las tres mentiras” pues ni es santa, ni es llana, ni tiene mar.

Marcelino Sanz de Sautuola, a?cionado a la arqueología y acompañado por su hija María en 1878, apoyado en un bastón que tanto ayuda a pasear a las personas cuya juventud ya quedó atrás, se le atoró el bastón en una hendidura del suelo, y allí abajo, encontró un invaluable tesoro: la entrada a las cuevas de Altamira. Estas pinturas rupestres, que se calcula fueron pintadas alrededor de 13,000 años antes de Cristo, son de origen paleolítico y conocidas como: “La Capilla Sixtina del Arte Rupestre”, en cuyo techo hay representaciones de bisontes, ciervos, caballos, algunos galopando, alcanzaron medidas a veces mayores a los dos metros, y en parte las pinturas aprovechan las grietas e imperfecciones de la roca curva para realzar volúmenes además de sus policromías roja, terracota, amarilla, violácea y ocre, per?lados en negro, que les otorga no sólo efectos de relieve, sino también de movimiento.

Ortega y Gasset se preguntaba: “¿No es un escándalo que el arte pictórico- una cosa tan difícil según los pintores- comience desde luego con lo perfecto? ¿Cómo los salvajes de Altamira han podido así extraer la delicadeza, el ritmo, la gracia triunfante de estas ?guras?” La verdad es que a Miguel Sáinz le enorgullecían todas las obras maestras del arte de Cantabria, ahora comunidad autónoma, de acuerdo con la sabia constitución española del 78, calidad jurídica que obtuvo de pleno derecho en 1982.

La oriundez cántabra de Miguel se delataba en su rostro aguileño, de barbilla y sienes vigorosas y su amor a la cultura, pues es casi increíble que una comunidad uniprovincial tan pequeña, haya dado a la humanidad hombres tan destacados como el beato de Liébana, Juan de la Cosa, Fray Antonio de Guevara, Antonio Hurtado de Mendoza, José Ma. De Pereda, Marcelino Menéndez Pelayo, Concha Espino y Gerardo Diego, sólo por mencionar algunos.

Pero centrándonos en nuestro cántabro Miguel Sáinz López Negrete, podemos decir la primera paradoja de su vida. Nació en Córdoba, Ver., un 18 de agosto de 1922.

Dirán ustedes, aquí algo no va bien, como un emigrante, indiano y cántabro es también mexicano y además veracruzano.

La historia es así: Miguel Sáinz López Negrete, cuyos orígenes documentó desde principios del Siglo XVII, pues también era genealogista y un extraordinario paleógrafo, fue hijo de Don Manuel Sáinz Pardo, nacido y de antigua familia oriunda de un pequeño y encantador pueblo cántabro, del cual luego hablaremos, o mejor dicho él nos hablará en sus escritos.

Su madre fue doña Elvira Susana López Negrete Sáinz de Arredondo, oriunda de Ramales de la Victoria, también en Cantabria de los Valles y de “ Peñas Arriba”, como la novela de Pereda. Sus abuelos paternos fueron don Remigio Miguel Sáinz de Rozas, Gutiérrez de Otero, también nacido en Villar de Soba.

Su abuelo materno fue don Manuel López Negrete García del Valle, nacido en Bocos Villarejo, en la castellanísima Burgos y su abuela materna fue doña Isabel Sáinz Arredondo Alfonsín, nacida en La Habana, Cuba, de familia proveniente de Lanestosa, Vizcaya, lo cual demuestra, que aunque Cuba en los tiempos de su abuela, antes del 98, aún era España, América ya atraía a la familia de Miguel.

Algunos de sus antepasados “villariegos,” especialmente los de apellido Santayana, Gutiérrez de Otero y Gómez de las Bárcenas, ?guran como nobles en el Catastro del Marqués de la Ensenada (hacia 1750), cosa por lo demás nada sorprendente, ya que todos los vecinos de Villar y muchos de otros pueblos sobanos lo eran a ?nales del siglo XVIII y añade: “aunque no tuviesen una peseta”.

Así fue la emigración española sin la cual esta tierra que pisamos no sería México sino otra cosa.

Todos hablan de la inquieta sensibilidad artística del indígena que creó grandes culturas, lo cual es cierto. De lo perverso que eran los conquistadores, lo cual es una falta de perspectiva histórica, pues los conquistadores eran precisamente conquistadores del Siglo XVI, hombres de carne y hueso con virtudes heroicas e innegables defectos, no eran hermanas de la Madre Teresa de Calcuta. De la santidad y espíritu de sacri?cio de los misioneros, lo cual, salvo excepciones es una gran verdad.

Todos expresan la enorme aportación que para nuestro país fue la emigración republicana, lo cual también es una verdad irrefutable, lo digo así con remordimiento de conciencia. ¿Qué hubiera hecho México, sin hombres como: Joaquín Xirau, Eduardo Nicol, José Gaos, Luis Recasens Siches, Maria Zambrano, Juan Larrea, José Manuel Gallegos Rocafull, José Bergamín, Pedro Gar?as, tan sólo por nombrar algunos?.
Cuando en nuestra querida España, sin dejar un pedazo intacto, cabalgaron en la guerra civil, los aterradores cuatro jinetes del Apocalipsis, todos perdieron. Bien lo decía Pedro Gar?as, en una estrofa en su famoso poema: “Entre España y México”.

“Pueblo libre de México,
Como otro tiempo por la mar salada
Te va un río español de sangre roja
De generosa sangre desbordada
Pero eres tú esta vez quien nos conquista y
Y para siempre; oh vieja Nueva España”.

Siento que digo un blasfemia pero digo una gran verdad, parte fundamental de lo más valioso que perdió España lo ganamos nosotros.

Pero hay otra parte de nuestra identidad de la cual casi nadie se acuerda y que constituye una parte medular de nuestra identidad. El emigrante fue, históricamente hablando, un hidalgo segundón. El hermano mayor heredaba el mayorazgo o el caserío, el segundo a veces escogía el ejército, a veces el seminario, los demás a hacer la América.

Fue gente valiente, esforzada, que dejaba atrás lo que más quería. Salía con esperanzas de retorno, a veces lo lograba, regresaba a su pueblo enriquecido, era el “indiano”. La mayoría de las veces formó, durante tantas y tantas generaciones una familia mexicana, argentina, venezolana o de cualquiera de nuestros países hermanos.

Ha faltado una pluma grande que escriba la historia del emigrante. Lo hizo, con bastante poca benevolencia, ese gran genio mitómano de la generación del 98, el “carlista por estética”, Ramón del Valle Inclán, en su: “Tirano Banderas”, que pintó cruelmente a la colonia española de su inventado país iberoamericano, pero su inspiración fue la historia, de un gran desesperado, un personaje inquietante que no fue precisamente el más piadoso de los conquistadores españoles, mi tocayo: Lope de Aguirre.

Pero esa obra, la novela que faltaba en las letras hispánicas ya se escribió, y la escribió Miguel Sáinz López Negrete, luego nos ocuparemos de ello. Es una obra genialmente realista, digna de un Galdós, o de un Balzac, se llama: “Manuelón”.

Pero sigamos con el esbozo biográ?co de Manuel Sáinz.

En la familia de Miguel había ya antecedentes de algunos familiares que habían emigrado a México: dos hermanos de su abuelo paterno de apellido Sáinz, y un hermano de su abuelo materno de apellido López Negrete.

Curiosamente una rama del primitivo tronco López Negrete ya se había asentado en México años antes, uno de sus descendientes se dedicó al canto con cierto éxito y acortó su apellido para hacerlo más, digámoslo así, mercadotécnico. Quizás alguno de ustedes oyó hablar de él, su nombre fue: Jorge Negrete.

El padre de miguel, don Manuel Sáinz Pardo y su esposa, emigraron a México y se a?ncaron en Córdoba, Ver., donde tenían relaciones de negocios, sin embargo, sobrevino un suceso trágico, esperaban un hijo que nació en Córdoba, el pequeño Miguel, pero doña Elvira su madre, falleció a los pocos días de nacido el niño. El padre de Miguel, viendo que América no le había sido tan acogedora como a sus demás familiares emigrantes, regresó con el pequeño Miguel, de escasos dos años, a su tierra cántabra, convirtiéndose así en el indiano más pequeño que cruzó el mar.

Desde luego, los recuerdos de Miguel de su estancia primigenia en Córdoba se perdieron en la bruma de los tiempos.

Él me hizo con?dencia de su más antiguo recuerdo infantil. Data del desembarque de su viaje de retorno a España y discurre en Santander, estaba el pequeño Miguel sentado en un diván verde (quizá la aduana) y le hacía rabiar el no llegar con los pies al suelo. Entonces arribó un señor de barba blanca y le dio un beso en la frente, luego supo que era un arquitecto de renombre muy amigo de su abuelo materno.

El abuelo de Miguel fue un hombre de gran cultura, abogado, historiador, amante de las letras y republicano liberal , se convertiría pronto en una de las in?uencias más determinantes de Miguel.

Miguel y sus dos hermanos mayores quedaron al cuidado de su tía muy querida: María Sáinz Pardo, quien pasados los años se convertiría en la suegra de Miguel, pues era la madre de quien andando el tiempo sería su esposa: María Luisa Gómez Sáinz de Sáinz.

Miguel vivió en Santander en esa bella ciudad extendida, en sentido longitudinal a lo largo del Cantábrico, con sus casas y edi?cios de un indescriptible señorío orientadas hacia el mar.

El pequeño Miguel entró a estudiar con los escolapios. Allí, sin duda comenzó a interesarse por la historia cántabra y santanderina pues la historia de Santander es vieja y fascinante, desde las guerras contra los romanos que a manos de Augusto terminaron venciendo la resistencia cántabra, luego la Edad Media en la cuál el que entonces se llamó, una vez cristianizado, Puerto de San Emeterio, se convirtió en la puerta de salida del Reino de Castilla para exportar la lana castellana.

Detalladamente, con la morosidad que debe tener un novelista y un historiador Miguel Sáinz ya adulto, escribiría y describiría la historia de esa su amada ciudad.

Posteriormente el padre de Miguel volvió a casarse y procreó cinco hijos.

Entretanto Miguel adolescente se había trasladado a Madrid a estudiar comercio en un colegio laico.

Mientras veraneaba con su abuelo en su pueblo Bocos estalló la guerra civil y una de las primeras víctimas fue el abogado republicano Miguel López Negrete- García del Valle, abuelo de Miguel que fue asesinado.

La mencionada tragedia colocó al adolescente Miguel y sus dos hermanos en la zona que dominó el llamado Ejército Nacional y lo único de bueno que logró obtener de esa sangrienta guerra fratricida, fue que aprendió a hablar el italiano entre los soldados invasores, mas Miguel, en plena guerra civil logró reunirse con su padre y hermanos en Santander, zona republicana, en donde su hermano mayor peleó la guerra y el adolescente Miguel y su hermano Luis lograron pasar a Portugal y embarcarse a su patria de nacimiento: México que amaría entrañablemente, pero también comenzaría a sentir y con intensidad, debido a sus circunstancias, ese ser descoyuntado al que ya me he referido, esa que es más que nostalgia, un vacío imposible de llenar si no se tiene el don de la ubicuidad, pues va contra el principio lógico-ontológico de no contradicción, es esa morriña de que nos hablaba en sus poemas gallegos, con inigualable hondura Rosalía de Castro, pero doblemente sentidos, de aquí hacia allá, de allá hacia acá. Allende y aquende como se decía antiguamente.

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