Re?exiones sobre las Disposiciones ante la Propia Incapacidad

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P R Ó L O G O

Mientras leía un trabajo del notario español Juan José Rivas Martínez, encontré una referencia suya a la obra: El Código Civil en sus relaciones con las legislaciones forales, del también peninsular Manuel Alonso Martínez. El autor español dice:
 

“He condenado siempre con energía el empeño de aprisionar la libertad humana en unas cuantas reglas preestablecidas en la ley. Son válidas y dignas de respeto cuantas combinaciones invente el interés privado con tal de que no sean contrarias a la moral y buenas costumbres, quepan o no en las clasi?caciones siempre estrechas e insu?cientes del legislador. (...) No hay quien pueda prever todas la combinaciones que es capaz crear el ingenio humano estimulado por el aguijón de la necesidad y del interés. (…) ¿Hemos de rechazarlos porque en los códigos les falte nombre de bautismo o porque no se acomoden a sus clasi?caciones, interventoras y arbitrarias? No, la tutela del Estado no puede llegar a obligar a los ciudadanos a que en sus convenciones no se salgan del patrón que les ofrezca la ley… siempre que su esencia sea lícita y honesta.

Hasta aquí la cita del autor español.

Me ha inquietado por mucho tiempo la posibilidad de una futura incapacidad, pero ante la laguna legislativa en nuestro Código Civil, un día tomé papel y lápiz y decidí escribir lo que en mi mente revoloteaba con inquietud.

Me someto a los cuestionamientos o críticas que pueda despertar este trabajo en algún conocedor del derecho, la sola posibilidad de ser criticado satisface en mí el propósito de escribirlo. No creo dar una solución de?nitiva, sino sembrar una semilla o regar algunas ideas para que mentes más lúcidas desarrollen lo que ahora propongo. Por último: mi audacia nace de mi libertad y el impulso para escribir las siguientes líneas me lo dio el autor español antes citado.

CAPÍTULO I                 
LA AUTOPROTECCIÓN

A partir de una experiencia personal vivida en meses anteriores, he dado en re?exionar sobre mi propia vida, planteándome cuestiones que tienen que ver e inciden de modo absoluto en todo ser humano, como tener que enfrentar una enfermedad violenta o repentina que imprima un giro de ciento ochenta grados en las expectativas y lo cambie todo; inclu- yendo las enfermedades psicológicas y del sistema nervioso como la depresión y otras.

Para ser concreto y a ?n de aclarar el punto, diré que asistí a una comida con amigos en un restaurante, salí del lugar tres horas después. Era tal mi malestar físico que temí un infarto, pues días antes un conocido había sufrido un malestar que cali?có de estomacal y resultó ser un infarto de graves consecuencias. En las siguientes horas me trasladaron a la sala de urgencias de un hospital, ahí determinaron que tenía una intoxicación por mariscos en mal estado. Después de sueros, observaciones médicas y algunos exámenes, me mandaron a casa a descansar, para recuperarme.

Los notarios, que preparamos las últimas voluntades mediante testamentos, creo que debemos, en nuestra obligación de dar asistencia y asesoría, considerar una posible futura incapacidad del cliente. Les resolvemos lo relativo a sus bienes, sí, pero creo que debemos, en un futuro próximo, de atender algo tan personal, que se relaciona con su salud, el dolor, la enfermedad o una eventual incapacidad. En las ?las del notariado jalisciense hay elementos cuya calidad, tanto moral como jurídica, es indiscutible y que nos podrán dar luz a todos con sus conocimientos. Creo en mi notariado y me aventuro a a?rmar que podemos ser pioneros nacionales en este campo.

Pero seguiré con lo relativo a mi persona: ¿qué pasaría si aquella sorpresiva y violenta intoxicación hubiese derivado en una incapacidad total?, ¿o que, sin tratarse de incapacidad total, hubiese quedado sin poder autogobernarme o exteriorizar mi voluntad; por ejemplo, en estado comatoso? Teniendo en cuenta lo sorpresivo y urgente, ¿quién habría decidido que me trasladaran a un país extranjero para recibir asistencia médica o que permaneciera en el hospital al que me habían llevado?

¿Cuál es el límite de una asistencia médica, cuando nada por escrito he dejado expreso a mis familiares, mi médico particular o alguien de mi con?anza? ¿Qué hacer con mis órganos, o cómo disponer de mi cuerpo, sea cremándolo o sea dándole sepultura tradicional?

Aún tengo más preguntas: mi familia, ante ese hecho inesperado, ¿tiene posibilidad de disponer de dinero, o las cuentas e inversiones, si es que existen, están manejadas con una sola ?rma, la mía, en ese momento de incapacidad? ¿He tenido la precaución de autorizar a mi esposa u otra persona para que disponga de recursos en las instituciones de crédito? ¿Puede afrontar mi familia los gastos médicos, hospitalarios, que siempre traen aparejados análisis clínicos, estudios, consultas interdisciplinarias? De esto sé mucho por haberlo vivido a lo largo de los tres últimos años con mi esposa. ¿Qué pasa, dada mi eventual incapacidad, si se quiere disponer de un bien inmueble, para hacer frente a la situación?

¿Cómo es nuestro sistema judicial ante la premura de un evento como un accidente o una enfermedad que traiga como consecuencia la incapacidad del accidentado?

Si se diera el caso de que mi cerebro no esté dañado, pero yo no pueda exteriorizar mi voluntad, ¿qué hacer con mi persona y mis bienes?

Estos y otros cuestionamientos me invitaron a pensar tratando de aportar algo que dé respuestas a necesidades tan humanas y de la vida diaria, a las que hoy no queremos aludir, porque tienen que ver con el dolor y la muerte.

José Saramago dice: “Si no vamos a donde está el dolor… No estamos vivos, estamos muertos”.

El poeta alemán del siglo XIX, Heinrich Heine, ante su propia incapacidad física, escribía:

“La música sonaba y, de amargura Llenaba aún más mi corazón herido Horror, espanto y duelo, todo junto Lanzo en un grito el alma desgarrada”.


En otro poema dice:

“Torturado voy muriendo la raíz de mi vida está lastimada”


Todos pasaremos en algún momento de nuestra vida por la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, la imposibilidad de autogobernarnos, de decidir qué rumbo tomará nuestra vida.

Médicos, hospitales, tratamientos, procedimientos, exámenes, estudios, análisis, terapias y no sé cuántas cosas más están en nuestro camino, queramos o no. Las esperemos o las ignoremos, ellas nos encontrarán en nuestro momento y nos aguardan pacientemente de manera inexorable.

En 1988 asistí a la VII Jornada Notarial Iberoamericana, en Veracruz; uno de los temas fue: “Disposiciones y Estipulaciones para la Propia Incapacidad”. En aquella ocasión escuché ponencias españolas, italianas, de la provincia de Quebec, una mexicana, incluso alguna basada en experiencias del derecho anglosajón. La impresión que me quedó de aquellas ponencias, fue la de que todas llegaban al punto de necesitar la validación judicial en una forma u otra, por lo cual o no me convencían o me resultaban insu?cientes. Un común denominador fue la falta de un derecho positivo, que reglamentase con claridad este momento del ser humano: toparse ante la propia incapacidad y más si ésta no es el resultado de un proceso vigilado médicamente, sino consecuencia de un evento inesperado, como puede ser una enfermedad repentina o un accidente.

Con el derecho civil de Jalisco a mano, por cuyos principios trato de guiarme, ya que carece de reglamentación especí?ca, busqué el espíritu del legislador en las normas, para saber cuál era la razón de su legislación y qué principios humanos guiaban estas leyes. Para mí, el derecho familiar procura proteger a la persona, dar leyes para la vida diaria, ?jar los derechos y las obligaciones dentro de la familia. Por otra parte, el derecho en general regula los bienes, las cosas, los contratos y la sucesión; pero nada nos dice sobre una posible incapacidad.

Sé que el derecho busca dar respuestas a necesidades humanas, creando ?guras jurídicas como el testamento que vendrán a dar soluciones a cuestiones para después de la muerte; sin embargo, creo que se requieren instrumentos y leyes que nos den las directrices ante una eventual incapacidad o en caso de ser víctimas de un accidente.

Soy amante del notariado y sostengo con orgullo ser notario; pero me gustaría ver al gremio, como profesionales del derecho, dando la asesoría o consejo ante la eventual incapacidad, como un gremio interesado en la comunidad, humano y sensible ante el dolor y sufrimiento que puede producir la incapacidad o las consecuencias funestas de un accidente.

No creo dar una solución o resolver una cuestión que cada día será más cambiante conforme evoluciona la medicina, los trasplantes de órganos, la genética; variables que traerán otras expectativas de vida para el ser humano y posiblemente mayor longevidad. Una vida que deseo sea de calidad, de disfrute, de gozo y no un alargamiento existencial sin sentido y doloroso.

Me atrevo a exponer mis ideas, dudas y contradicciones o aun mi ignorancia jurídica, movido de la inquietud por aportar algo en este punto tan humano y real ante lo que no puedo callar.

Creo en la libertad que todo ser humano tiene de origen, que parte de su esencia, que lo posibilita a caminar en la vida por los rumbos que le plazcan ?jándose reglas para autorregularse; algunas serán sociales, morales, religiosas o éticas; algunas tendrán que ver con su cuerpo, su sexualidad, elección de pareja, amigos, socios, etcétera. Son tantas las elecciones que en uso de la libertad tomamos; asumiendo, desde luego la responsabilidad de nuestros actos y decisiones. Jurídicamente esto se traduce en que mi libertad puede crear, modi?car o extinguir relaciones jurídicas; pero también es la posibilidad de usar, gozar o disponer de mis derechos o cumplir mis obligaciones.

Esto me lleva al concepto de autonomía de la voluntad, como poder o posibilidad de dictar reglas y dármelas a mi mismo, para llevar mi vida con responsabilidad por los caminos a donde mis sueños me inviten.

La libertad y la autonomía de la voluntad son caras de la misma moneda, no puedo concebir mi querer volitivo sin el gozo de mi libertad. Si mi decisión está bajo presión o encaminada hacia un punto por causas, sucesos o personas externas, la libertad deja de tener su encanto de amplitud de posibilidades, para ser una libertad limitada; en ocasiones la obediencia o la sumisión, limitan o distorsionan la autonomía de la voluntad.

En el ejercicio pleno de la libertad puedo hacer, no hacer, hacerlo de una manera o de otra, para después recti?car y aun abandonar; pero, como señalé antes, siendo responsable de mi actuar. Hablo de usar la libertad, no de ejercer el libertinaje, que para mí es la libertad sin responsabilidad.

La vida diaria nos lleva a celebrar toda clase de acuerdos de voluntad que se materializan en contratos de arrendamiento, de compra-venta, poderes, etcétera; no es más que el uso de la autonomía de la voluntad para crear derechos y obligaciones con terceros en uso y disfrute de la libertad de la persona.

Cuando me obligo con alguien en uso de mi libertad, me autogobierno, decido contratar para adquirir derechos o tomar obligaciones y de esta forma voy satisfaciendo mis ?nes, mis intereses, mis gustos y demás elementos que como persona requiero en el diario vivir.

Defender la libertad no quiere decir que no existen límites en su uso o disfrute; sostengo que éstos son indispensables para la convivencia humana, acepto que no puedo controvertir los derechos de terceros, la moral y las buenas costumbres. De los conceptos de “moral” y “buenas costumbres”, que no dejan de ser cuestionables y discutibles por sus alcances e interpretaciones, sólo diré que en mi vida existen como aquellos parámetros generalmente aceptados por una sociedad en una época y lugar determinados; en una palabra, la comunidad los tiene por válidos y útiles para la convivencia.

Así nuestro código civil, en el artículo 1260, nos expresa que las obligaciones nacen de la voluntad (de las partes). El siguiente artículo señala que siendo la voluntad la fuente de las obligaciones, puede ser expresa o tácita; me con?rma que la autonomía de la voluntad (la libertad), es el ente generador, creador, modi?cador o extintor de las obligaciones y derechos. Esto es: como les da nacimiento, puede modi?carlas, cambiarlas o destruirlas.

CAPÍTULO II            
LA PERSONA Y LOS DERECHOS DE PERSONALIDAD

Las siguientes notas, comentarios o planteamientos, tienen su origen en el Libro Segundo del Código Civil, que trata “de las personas y de las instituciones de familia”. Debe quedar claro que no pretendo un análisis jurídico de esta parte del Código, sino tomar sus principios y espíritu, para dar sustento a mis a?rmaciones.

Textualmente, el artículo 18 dice: “Persona física es todo ser humano”. Por el solo hecho de ser humano tengo derechos que son inherentes a mi esencia humana. La naturaleza me dotó de diferentes atributos, de los cuales el más preciado es la vida; para recorrerla por el destino o vocación que tenga, requiero de mi libertad, que se respete mi persona, dignidad, mis creencias afectos y sentimientos. Todo este bagaje de ideas o reglas que me fui dando durante la vida sirven para mi autogobierno o fundamentan mis determinaciones. Así, yo puedo disponer libremente de mi persona o bienes, cuando soy mayor de edad, siempre que tenga la capacidad de goce y ejercicio que el dispositivo legal exige. En uso de mi libertad adquiero las obligaciones y derechos que deseo.

Los artículos 24 y siguientes del Código Civil, relativos a los derechos de personalidad, refuerzan lo antes señalado, determinando que éstos tutelan y protegen los atributos, esencia y cualidades del ser humano.

Son tan propios que no tienen limitaciones, sólo que no pueden traspasar o violentar derechos de terceros, la moral o las buenas costumbres; pero la amplitud de su ejercicio, según concluyo, es total en lo referente a mi vida, mis creencias o mi integridad física, que incluye mi salud y decisiones que tengan que ver con cómo enfrentaré una enfermedad o accidente que traiga como consecuencia mi incapacidad.

La declaración enunciativa del artículo 26 me parece muy académica, más que legislativa, reforzando lo que he venido sosteniendo en este trabajo. Todo ser humano tiene derecho a una existencia digna, viviendo su individualidad, estos derechos que siendo de la persona le son innatos y originarios, nunca una dádiva del estado o del legislador, sino inherentes y esenciales a la naturaleza humana.

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