El Problema de la Identidad

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Incuestionablemente que existe una seria interrogante respecto a qué es la Identidad o la mismitud tanto de las cosas como de las personas, de manera que aún cuando percibimos que las personas envejecen, los árboles periódicamente cambian su follaje, los hielos se derriten en la primavera y cantidad de elementos se queman produciendo fuego y humo, y en suma tenemos conciencia que el Universo está en perpetuo movimiento y transformación a pesar de semejantes alteraciones que todos percibimos, podemos afirmar que se trata siempre de los mismos árboles, que los adultos son las mismas personas que una vez fueron niños y jóvenes y que el agua que forma los hielos, los lagos y los mares, es de la misma naturaleza que la de las nubes.
  Notario Sergio A. López Rivera

Existe por tanto un problema de reflexión filosófica sobre la naturaleza del cambio y sobre la forma de identificar o de reidentificar a las cosas y a las personas, lo que nos lleva a una serie de consideraciones que se agrupan alrededor de lo que deseamos denominar como “el problema de la identidad”, el que podemos enunciar de una manera muy simple como el problema de tratar de explicar de manera adecuada, las características del universo que se definen como “la mismidad” por una parte y por la otra la diversidad y el cambio a que todo en él está sometido.

Una mirada rápida a nuestro entorno nos permite de manera simple captar que tanto el cambio como la permanencia, o sea la identidad y la diferencia, existen por igual en el mundo físico y conceptual como nos lo indican tanto la lógica y la observación como el sentido común, elementos del pensamiento que nos permiten afirmar que a pesar de que todo cambia al estilo heracliteano, existe indefectiblemente algo que permanece y no es afectado por la transformación de cada ser. En el fondo este ha sido el tema de reflexión del hombre desde los comienzos del pensamiento filosófico y prefilosófico y de alguna forma, algunos de los filósofos han llegado a sostener afirmaciones y conceptos totalmente opuestos a las creencias común que todos tenemos, como pueden serlo las teorías de Heráclito quien sostenía que todo cambia y nada permanece igual, o las de Parménides y Zenón de Elea quienes afirmaban que todo permanece igual y que existe una parte de cada ser que no es tocado por el cambio o la transformación. Todo lo cual nos lleva al problema de la Identidad de las personas y de manera principal al problema de la Identidad Cultural que todos tenemos o debemos tener, que nos relaciona con nuestras raíces, nuestra historia, nuestro entorno físico y que nos hace tener tanto un sentido de la permanencia dentro del mundo cambiante, como de la unidad frente a una diversidad ineludible, aspectos que nos confrontan con nuestro problema personal de la identidad de cada uno de nosotros.

Nos proponemos analizar de forma por demás sintética y somera el problema de la Identidad, no como un problema personal o filosófico, sino como una referencia a la historia, la tradición, la religión, la lengua y el lugar de desarrollo personal del ser humano, de manera que podamos afirmar categóricamente que pertenecemos no únicamente al momento y experiencia del presente, sino a una tradición y una secuencia que quizá provengan de mucho tiempo atrás y que nos condicionan y nos identifican como pertenecientes a una determinada cultura y forma de pensar que podríamos enunciar como “Identidad Cultural”. Definir lo que se entiende como Identidad Cultural plantea un arduo problema, como lo señaló Jacques Lafaye en el Congreso Internacional de Americanistas de 1982, pero al mismo tiempo es un problema que ahora no solo es de gran actualidad, sino que plantea la necesidad de redefinir el concepto mismo de la naturaleza humana como lo llegaron a concebir Rousseau y sus seguidores. La globalización y la transculturización que implican la dominación de una determinada civilización sobre otras, obligan a la búsqueda y la defensa de la identidad cultural y de los factores que caracterizan la mismidad o la esencia de una determinada cultura, la que a su vez llegó a formarse indudablemente con influencias y aportaciones de varias culturas, fenómeno que se ha producido a través de toda la historia de la humanidad. Lo importante es que en un momento dado seamos capaces de percibir y aún de intuir, en dónde radican los valores y los principios fundamentales que nos dan identidad y sentido de pertenencia a una determinada cultura, lo que permite que “La Identidad” sea definida de alguna forma por Miguel Alberto Bartolomé (citado por Lafaye) como:

“Una forma ideológica de las representaciones colectivas de un grupo social no necesariamente identificado como grupo étnico; pero que a diferencia de la identidad étnica que supone relaciones intersocietales definidas por contraste, la Identidad cultural implica relaciones intrasocietales que se desenvuelven dentro del grupo étnico”.

En pocas palabras, la Identidad como cultura resulta de la relación con otros grupos y por tanto arranca de la conciencia de la alteridad con respecto a aquellos. Es por tanto la diferencia frente a, mientras que la conciencia de la identidad se forma a partir de un código y una historia cultural comunes, aún cuando la sola pertenencia a una etnia determinada o el compartir un mismo lenguaje no necesariamente reflejan ese sentido de “identidad”, como lo demuestra la experiencia de América Latina o la etnia curda, puesto que existen muchos ejemplos de etnias que no forman una identidad cultural y muchos más en los que el lenguaje aún siendo común, no integra esa identidad de que hablamos. Por tanto estamos en condiciones de afirmar que la identidad cultural podría ser el resultado de una historia común de una determinada colectividad humana, gobernada por un Estado Nacional o de otra índole, ya sea en una relación de colonialismo interno o externo o como entidad integrada en sí misma. Comunidad que lucha de forma activa y pasiva para mantener la supervivencia y la coherencia del legado cultural original (conocida también como cultura tradicional), legado que lo distingue en primera instancia de otros grupos que también forman parte de ese Estado nacional. Por supuesto que se puede y de hecho se ha dado el caso, que una determinada colectividad sucumba a la dominación cultural externa y en consecuencia desaparezca o se inhiba al máximo su propia identidad cultural, la que puede llegar a resurgir con el tiempo. Dicha realidad cultural implica una estrategia de afirmación de esa misma identidad, que no es sino la respuesta de la colectividad frente a actitudes de avasallamiento o invasión de su propia esfera cultural y de identidad, como lo estamos presenciando en esta época de la globalización y de las estrategias para uniformar a las culturas, de manera que respondan a un único patrón social y cultural.

Autores como J. Habermas y otros han soñado por otra parte en llegar a una identidad cultural mundial común a toda la humanidad, pero eso está muy lejos de ser logrado. Otros añaden al concepto de identidad el elemento de tener una voluntad creadora colectiva y propia de la comunidad, que se sustenta y afirma como consecuencia de la conciencia histórico-cultural, y de la propia memoria colectiva que a su vez se nutre de las creencias y las tradiciones histórico-míticas. Todo lo cual permite y condiciona sin duda alguna al hombre a pertenecer a un enclave étnico sociológico menor y respetar su propia identidad cultural, perteneciendo al mismo tiempo a otra identidad cultural más amplia (la cultura “occidental” por ejemplo), como pudiera ser el caso de tantos conquistadores españoles de origen vasco por ejemplo, que no obstante que tenían una gran conciencia de su pertenencia etno-cultural propia, no renunciaron a su propia hispanidad y como tales actuaron en el período histórico que vivieron, por lo que esa duplicidad no es algo excepcional o atípico. Tales fueron sin duda Ignacio de Loyola y Juan de Zumárraga entre otros, que siendo Vascos actuaron como españoles auténticos, lo que prueba que la reivindicación de la identidad cultural solo se convierte en arma de lucha, ya sea violenta o pacífica según el caso, cuando se presenta un período de conflicto y de agresión contra esa identidad cultural.

En el caso de los mexicanos, la conciencia de la mexicanidad ha sido un proceso lento y muy largo que propiamente dio principio en la época de la Colonia Española como un fenómeno de la evolución de la Nueva España, mezclando los conceptos supervivientes de varias conciencias étnicas indígenas a la conciencia regional o “patria chica” y la emergencia de una conciencia criolla mexicana que se inició mucho antes que el movimiento de independencia, pero que sin duda alguna lo determinó de manera fundamental y que ante el fenómeno de la Independencia fue la legitimación de la restauración del pasado mexicano, como condición de la reivindicación criolla frente a España que reniega de la Nueva España como su producto y exaltando los criollos el valor de lo mexicano y de México como nueva nación, conjunto de “las naciones” que en el lenguaje de la Colonia era sinónimo de etnias indígenas unidas a la nueva etnia o “nación” criolla, fundadora y aglutinadora de ese nuevo México exaltado, esplendoroso y vuelto a colocar en su antiguo pedestal y que venían forjando todos ellos. No será sino hasta la época de la Independencia que se integrarán al concepto de Nación Mexicana a todos los habitantes del país, como resultado de la aplicación de los principios liberales emanados de la Revolución Francesa e inspirados en la Ilustración. Así es pues como se ha forjado la identidad propia de lo mexicano y junto con ello, lo propio de cada región o comunidad bien definida del interior del país, que buscan su mismidad y su alteridad al confrontarse con otras colectividades, la que llegará a forjarse con los enfrentamientos con los ejércitos invasores, lucha que les dará una mayor identidad, si cabe decirlo así y que identificará a todos los mexicanos, al permitir y de hecho provocar una movilidad de los habitantes como consecuencia de esas luchas y aún de las luchas internas entre conservadores y liberales.

Será por tanto en esas patrias chicas en donde debemos encontrar las identidades propias y características de cada lugar, las que se integran en la memoria colectiva y representan los Lares de donde surgen las instituciones que nos dan esa identidad o esas raíces que permanentemente invocaremos durante nuestras vidas, la lengua; la religión; las tradiciones y los usos y costumbres. Los lugares vividos y el propio tiempo vivido en una ciudad serán los elementos que nos proporcionen ese sentido de identidad y de pertenencia. Por ello lamentamos y nos duele que sean destruidos edificios o monumentos que son marcas que nos identifican con la topografía urbana, al igual que fuera del paisaje urbano los habitantes del campo identifican montañas o árboles añosos que son sus referentes culturales hacia una historia que les dice que a pesar de haber transcurrido el tiempo y existiendo transformaciones y cambios, todo permanece igual y todo sigue siendo lo mismo. No es casualidad que Lampedusa en su magnífica novela “El Gatopardo” señale que todo debe cambiar para que todo permanezca igual; ahí radica la gran contradicción, el movimiento dialéctico de la historia y la paradoja de la vida del ser humano, para quien todo cambia pero al mismo tiempo todo permanece igual dentro de esos cambios. No cabe duda que esto nos plantea un gran problema pero es sin duda alguna el mismo problema que el de la existencia, que se mueve dentro de dos principios no solo opuestos, sino en gran parte contradictorios. En el caso de los mexicanos, como lo dice Jesús Silva Herzog citado por Lafaye:

“México no es un país sino varios países. México no constituye todavía una auténtica nacionalidad; porque para que una nación exista real y objetivamente, es indispensable que haya lazos de solidaridad y simpatía entre la mayoría de sus habitantes, con fundamento en la comunidad de intereses, de propósitos y de metas por alcanzar. México no está hecho todavía. Hacer México es la tarea fundamental de la presente y las próximas generaciones”. (El mexicano y su morada).

Este es el mundo real en el que tenemos que validar y refrendar nuestra identidad y nuestra cultura ancestral, y en el que estamos comprometidos a luchar para defender nuestros valores y nuestros principios que le dan legitimidad a nuestra concepción y nuestra percepción de nuestra propia identidad.

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